Nota del autor: disculpará el lector que me tome la libertad de no respetar una agenda impuesta por mí mismo y que en este primer domingo de mes, al que correspondería una nueva edición de la sección de ficción Cuentos para niños sin paciencia, me permita compartir unas notas inspiradas por estos primeros días vacacionales que estoy pasando en tierras escocesas. Espero estas líneas, escritas entre en lago Lochy y el Ben Nevis, le encuentren bien.
Robert Louis Stevenson nació en Edimburgo. Sin embargo, su salud delicada no era compatible con los inclementes inviernos escoceses y partió hacia climas más cálidos. A pesar de haber estado, como yo, tan solo en verano, no cuesta mucho imaginar en esa ciudad ventosa los muros de oscura piedra perennemente húmedos, el soplo del mar filtrándose por las ventanas y calando los huesos de sus habitantes. Al subir en coche desde Manchester, nos detuvimos en Kirkby, todavía en Inglaterra, Lancashire, hermosa casualidad que anticipa lo literario de estos senderos; desde un rincón tras la iglesia de St Mary se aprecia la llamada vista de Ruskin, de la que el decano de los estetas afirmara que era “one of the loveliest views in England, therefore in the world”. Piensen lo que gusten, pero yo me veo incapaz de llevarle la contraria. Ya en la capital escocesa encontramos el monumento a Walter Scott, figura totémica de la literatura local, el más grande que exista dedicado a un hombre de letras. Algo de esa literatura oscuramente romántica, con cierta tendencia trágica, traslucen unos paisajes que parecen pintados: lagos profundos cuyas aguas lucen negras, espesos bosques de inmensos árboles, lomas que se extienden cubriendo el horizonte con el oro de sus prados, el gris de sus rocas y el púrpura de sus brezos. En Aviemore, estación de esquí atestada de alpinistas en esta época del año, desayunamos en uno de esos cafés que saben a ese Reino Unido a veces cerril y decaído, full breakfast grasiento que hace pensar en Full Monty o Billy Elliot, en hogares donde el ama de casa veía Coronation Street apurando un cigarrillo, un chorrito de algo en el té para hacer la tarde más ligera, esperando a un ruidoso marido que ahoga las horas en el pub insultando de vez en cuando al televisor. Digiriendo las alubias, la salchicha (la de Cumberland y la de Lorne), el huevo frito, las tostadas, el champiñón braseado y el tomate asado, con la ayuda de un humeante tazón de té negro, emprendemos el ascenso hasta el castillo de Cawdor, cuna de las ambiciones de los Macbeth; este matrimonio tenía otros problemas, ni mejores ni peores, diferentes, y como los conocen sobradamente no me detendré aquí pues la ruta sigue y no tenemos todo el día.
Creo poder afirmar sin necesidad de tener más información que la mera observación de sus paisajes que, en la isla de Skye, la mayor de las Hébridas Interiores, la población de ovejas supera con creces a la de habitantes. Samuel Johnson, padre de la crítica literaria, visitó esta parte del país a los sesenta y tres años acompañado de su amigo Boswell. Ambos plasmaron el viaje en sendos libros. Cuando llegaron, en 1773, Johnson ya temía que fuera demasiado tarde, haberse perdido lo salvaje para descubrir una isla domesticada por la llegada de la civilización. Anoten: ese apetito un tanto esnob de visitar lugares antes de su desarrollo, vírgenes, auténticos, salvajes, no es nada nuevo. Al menos Johnson no se quejaba de ello mientras sorbía un frappuccino del Starbucks local. En cualquier caso, algo de agreste queda en unas tierras tan escasamente pobladas, azotadas por un clima inclemente y cambiante, como si respondiera a la naturaleza caprichosa y cruel de los dioses nórdicos, de nubes bajas que varan perezosas en los rocosos picachos, dejando las cúspides montañosas a la imaginación del observador. Supongo que haya quien se aventure hacia esas cumbres borrascosas que prometen lluvia y viento y penuria, pero ni yo soy Emily Brontë ni me llamó Dios por la senda de la agilidad montañista, pues tenté una aventura breve y salí cubierto de fango tras caer tres veces (si fuese algún otro diría que como Cristo) y temer ser embestido por un carnero de mirada fija y andares más rápidos y seguros que los míos.
En esta isla los hogares están asombrosamente separados los unos de los otros, lo cual imposibilita que encontremos cualquier cosa que pudiera parecerse a un núcleo urbano. Tampoco parece haber una amplia oferta de pubs o restaurantes, con lo que uno se pregunta cómo se relacionan los lugareños. Será Linda, la propietaria del bed & breakfast, quien nos dé una pista al sugerirnos que pasemos por un local frente a su casa pues han organizado una sesión de música gaélica con té y pasteles. La afirmación sorprende porque, si hubiera usted visto la casa de Linda, sabría que, frente a su puerta, más allá del acceso para vehículos, se extiende la inmensidad, no siendo esto una licencia literaria sino la sucesión de unas praderas que descienden sinuosas hasta un mar color acero sobre el que parecen flotar las pequeñas islas Ascrib. Mi madre siempre dice que a mí me pasan cosas muy extrañas, pero ahí nos plantamos y, al adentrarnos en el auditorio, nos acogieron unas miradas similares a las que recibe el protagonista de un western al abrir las puertas del saloon. Nos sentamos con una discreción que parecía ya imposible e inútil y, en ese minúsculo, improbable auditorio, vimos cómo se obraba el milagro de la gaita, la comunidad unida cantando en gaélico, la demostración de que no hay espacio pequeño para el orgullo de los pueblos antiguos.
Uno de los cantantes interpretó Loch Lomond, una pieza de folklore local que narra la conversación entre dos soldados escoceses cautivos. Uno de ellos iba a ser liberado y el otro ejecutado. Está narrada desde el punto de vista del que va a morir, al que le tocará emprender la low road, la ruta para las almas de los que mueren en el extranjero. Por el lago Lomond, pero en sentido inverso, pasaron para regresar a Inglaterra Johnson y Boswell. Al este del lago Lomond se extiende el bosque de la reina Isabel, declarado parque forestal en 1953, año de la coronación de la monarca. Isabel II falleció en el Castillo de Balmoral el ocho de septiembre de 2022, en el corazón de este país que tanto había amado. Antes de emprender su camino de regreso a Inglaterra, sus restos mortales pasaron veinticuatro horas en la catedral de St Giles, en la capital escocesa. Sus funerales en Westminster concluyeron con el gaitero real interpretando Sleep, dearie, sleep. Robert L. Stevenson cuenta con una placa en la catedral de Edimburgo. Intentó volver en dos ocasiones a Escocia sin éxito y murió en Samoa, donde era conocido por el nombre de Tusitala (escritor de relatos). Le enterraron en el monte Vaea, en una loma desde donde pudiera ver el mar. En una colina con vistas al mar que separa Skye de las Hébridas Exteriores se encuentra el cementerio de Kilmuir. Durante mi estancia sólo alcancé a ver estas islas desde allí, junto a la lápida de Alexander McQueen, nacido en Londres pero que hizo siempre latir su sangre escocesa en toda su obra; Lee, simplemente vine para decirte que te echamos de menos todos los años, todas las temporadas, todas las colecciones, todos los días. El talento de los genios es quizá ese: hacernos ver más allá de la bruma.
Por mí puede usted saltarse sus regímenes literarios cuando lo estime necesario. No me pida disculpas.
Pero qué barbaridad más barbariosa. Se me saltan las lágrimas leyendo las líneas y los espacios entre las líneas…., la demostración de que no hay espacio pequeño para el orgullo de los pueblos antiguos.