Proyectan un anuncio de Coca-Cola. Muestra a un grupo de personas extraordinariamente diversas, jóvenes, hermosas, felices, sonrientes, burbujeantes. Una de esas sonrisas imposiblemente blancas ilumina la sala y me permite intuir su rostro. Nunca nos hemos visto en persona, pero se parece lo suficiente. Lleva unas inmensas gafas negras y el pelo recogido en un burruño, un moño, difícil de saber, algo que desafía a la gravedad pero que le da un aire atractivo, desenfadado, ¿divertido? Puede. Sobre su gabardina empapada, ondulantes reflejos de tonos blanquirrojos. Le hago un gesto con la mano, lo justo para no parecer un psicótico desesperado pero aún así suficiente como para que comprenda sin margen de error que es a mí a quien busca. Yo estaba convencido de que ya no iba a venir. Aparto mis cosas con las que ferozmente he defendido su plaza, con fe menguante, temiendo la potencial vergüenza de haber expulsado sin sentido con vehementes gestos de la mano izquierda a grupos de señoras que venían a cuestionar el motivo por el que el asiento más centrado del cine se encontraba vacío o, más precisamente, ocupado por mis pertenencias personales. Se ha acomodado, ha doblado con mimo la gabardina, la ha metido debajo de su asiento para no mojarse y, al tiempo que pasa uno de esos vídeos breves cuyo único propósito es demostrar la calidad prístina, el nivel de detalle microscópico del sistema de audio, me lanza algunas preguntas y yo susurro respuestas cercanas al monosílabo en un equilibrio improbable entre mi falta de pericia social y mi odio hacia la gente que habla en el cine, aunque sea durante los trailers. ¿Por qué esta idea horrible? Venir al cine en una primera cita, cómo no lo pensé antes, detesto a la gente que habla en el cine y las palomitas y a la gente que consulta el móvil y a los que se levantan para ir al baño y a los que hacen comentarios ocurrentes suficientemente sonoros como para que el resto piense que son graciosos e inteligentes y a los que llevan un reloj de los llamados inteligentes que emite destellos y no sé bien bien qué hago aquí pero claro, tampoco voy a salir ahora, pero qué pinto yo durante estas dos horas largas junto a una desconocida; pues nada, y, ¿después? Después ya será tarde y mañana trabajo y me gusta dormir mis ocho horas. ¿No me estaré poniendo obstáculos? ¿No me estaré boicoteando? Quizá, como dice siempre una amiga mía, tengo miedo al rechazo y quiero abortar la hora decisiva antes de que llegue. Tschhhhhh, cállate, que empieza. Me doy cuenta de que ella ha estado observando divertida mi diatriba interior seguramente intuida por la gestualidad algo conversacional aunque contenida de mis manos, que acabo frotando ansioso sobre la pana del pantalón. Por fin empieza la película y ambos chasqueamos la lengua con fastidio cuando entra una chica tarde, también con enormes gafas de pasta negra, y hace levantarse a toda una fila para unirse al chico que la espera, que le ha hecho un gesto con la mano, una señal inequívoca, indicando que era él a quien buscaba, una pareja que, de hecho, podríamos ser nosotros si es que acaso somos una pareja, lo cual es innegable desde el punto de vista aritmético pero cuestionable desde casi cualquier otro punto de vista.
¿Qué habíamos venido a ver? A los dos nos encanta Sorrentino, o eso es lo que nos hemos dicho, supongo que por su perfecto equilibrio entre intelectualidad y hermosura sin llegar a romper el confort estético necesario que nos permite ser felices con su cine; mejor esto para una primera cita que Lars von Trier. Descubrimos gracias a nuestra aséptica conversación de aplicación de citas (lo de aséptica lo digo yo, igual a ella no se lo parece) que ninguno de los dos pudimos ver La grande belleza en el cine y qué lástima esos planos de Roma en la pantalla del iPad, del ordenador portátil posado sobre la cama, de la tele de casa de sus padres y decidimos ir a verla juntos a un pase que hacen en la filmoteca de París dentro de un ciclo sobre Fellini y sus impacto en el posterior cine italiano. He llegado pronto, demasiado pronto, mira que lo sabía, y me pongo a hacer cola detrás de las dos únicas personas lo suficientemente desesperadas como para llegar una hora antes: una señora que lleva el pelo como Agnès Varda y su acompañante que viene a ser una mezcla entre Michael Haneke y Barragán. Discuten sobre Otto e mezzo, pase de ayer precedido por una conferencia que se vio interrumpida al darle un infarto al ponente. Mierda, todavía no he visto Otto e mezzo. Con la de basura que absorbo por las retinas, que me araña la córnea y el alma, pero es que luego estoy en casa y me da pereza y me estiro en el sofá y consulto el teléfono y no quiero ser esa persona pero al final lo de las adicciones digitales es una realidad, Silicon Valley quiere matarme, o al menos matar al minúsculo intelectual que habita en mí, y en lugar de ver Otto e mezzo he pasado dos horas el domingo en TikTok entre coreografías extrañas, recetas americanas repugnantes, jóvenes que se han mudado al campo, adolescentes que hacen tricot, frases motivacionales de Nicolas Sarkozy y personas que recomiendan fragancias acordes con mi personalidad. Total, que he llegado pronto a esta primera cita que ahora pienso que es una pésima idea pero no me lo parecía en casa, mientras escuchaba a todo volumen Dancing in the dark y me vestía bailando, eligiendo entre una americana (demasiado formal), un jersey de cuello vuelto (demasiado pretencioso) o la combinación de jersey en pico y camisa Oxford que me he acabado poniendo. Al ver mi reflejo en el escaparate de una librería de viejo no muy lejos del cine me ha parecido un tanto anodino y quizá desprovisto de carácter, algo así como uno más, y no sé muy bien qué pensar porque por un lado todos queremos una vida corriente pero todos ansiamos también lo extraordinario y mejor me voy poniendo a la cola para conseguir buenos sitios y si al final no viene al menos habré vuelto a ver una película que me gusta, lo que me satisface siempre más que ver películas nuevas. Tal vez por esto no haya visto todavía Otto e mezzo. Pero, ¿cuándo vi por primera vez esos films que me gusta ver una y otra vez? Espera, ¿qué está pasando? Algo, una presencia, interrumpe mis divagaciones. Un tacto. Es sutil, pero ha dejado caer la mano rozando levemente la mía y no la retira. No quiero apartarla pero tampoco iré más allá porque quizá podría tratarse simplemente de un accidente, puede que haya tenido un pequeño incidente vascular que le haya dejado sin sensibilidad en el anverso de la mano y no sea consciente de lo que está pasando. Quizá se le ha dormido el brazo entero. ¿Y si se ha muerto? No, no, pestañea, respira, vive. Ahí se queda la mía, la mano, como ausente, no ausente cursi de poema de Neruda sino ausente de relato de Poe, una mano inerte, sin pulso, como si no me perteneciera, aunque quiero que sea la mía y sentir ese tacto pero cualquier paso en falso puede acabar en descarrilamiento. Ay, señor, cómo añoro ver la película en el ordenador estirado en el sofá. Sucede que las manos se quedan ahí, en ese limbo donde naufragan casi todos los amores, y llega ese momento en que Jep lleva a Ramona, acompañado por el amigo de las princesas, a pasear por los rincones secretos de Roma, esa cerradura que se abre al mundo, los corredores imposibles, los tesoros que jamás veremos y giro la cabeza igual algo pasado de entusiasmo para decirle que es mi escena favorita, me precipito hacia su rostro para no hacer demasiado ruido, para poder realmente susurrárselo al oído y no molestar a la falsa Agnès Varda que ahora me doy cuenta está sentada justo enfrente pero quizá he tomado demasiado impulso y cuando voy a entreabrir los labios para expulsar la mínima cantidad de aire que me permita compartir esta perfecta, completa banalidad, ella gira el rostro en un grado de inclinación óptimo, sublime, algo así como el de la Santa Teresa en éxtasis de Bernini y, sin darme cuenta, o cobrando consciencia tarde, supongo que algo así es salirse en una curva, nos estamos besando. Al separarnos, como si el aire del suspiro que había de murmurar hubiese quedado en suspenso, sale un tenue: “Claire”. Me responde que se llama Élodie y no entiendo nada pero tampoco me importa porque al fin y al cabo tampoco hay que entender todo en esta vida y pasamos el resto de la película cogidos de la mano y al salir me pasa una mano por la cintura y yo la tomo por el hombro y veo a la chica que entró tarde salir algo acelerada y al chico que iba con ella decir “pero entonces, ¿tú no eres Élodie?” “Imbécil, me llamo Claire”.
Que bueno, y es que a oscuras todas las gatas son pardas.