La primera vez que vine a Modena fue para ser estafado. O para caerme del caballo, como San Pablo camino a Damasco. Bajamos en coche desde Milán escuchando Julio Iglesias para comer en la Osteria Francescana, considerado entonces por ese tándem del infierno que hicieron británicos e italianos con el ánimo de descabalgar a Michelin, como el mejor restaurante del mundo. Lo mío es cabezonería, porque ya estuve en Noma mascando con esfuerzo zanahorias secas, similares a las que se me olvidan en el cajón de la nevera, rebozadas en ceniza. Hay gente que hace dinero a costa de reírse de los demás, y la mayor parte ni siquiera son considerados humoristas. Se acercó Bottura varias veces a la mesa, debió de cogernos cariño. En una de esas, nos habló de sus trapicheos con el Papa Francisco (la iglesia es jerárquica, pero a veces se me escapa la voluntad que guía los designios del Espíritu Santo): habían montado un refettorio para la Expo de Milán en el que daban de comer a, entre otros y en palabras del caradura de Massimo que miraba al infinito que entiendo se escondía tras las cortinas blancas, además de a inmigrantes y pobres, a homosexuales y mujeres. Mire, sin saber yo mucho del tema, creo que las mujeres y homosexuales (muchos heterosexuales también) que no comen en Milán es para entrar en los diseños de Davis para Ferragano o en los de Blazy para Bottega Veneta y que no necesitan ni del Pontífice ni del titiritero de Emilia-Romagna para llevarse algo a la boca. En otra aparición, mientras se enfriaban ante nosotros unos dim sum de cocción irregular, nos contó que su cocina era como la torre de Babel, y claramente era cierto porque ahí no se entendían ni entre ellos ni con los comensales. A la salida, volvió Massimo, Gucci total look by Michele y, mientras nos suelta la turra postrera, se le cae una llave roja del bolsillo. La recoge, se monta en su Ferrari y se va, calle abajo, dejándonos con una cara de idiotas que desafortunadamente no pudo ser capturada por algún paparazzo atento. El primer libro de cocina de Bottura se llamaba Never trust a skinny Italian chef. Yo añadiría que no se fíen de un cocinero que habla demasiado.
He vuelto porque a Italia siempre se vuelve, patria común de las almas sensibles, el origen de nuestras glorias y miserias, porque en sus calles siempre nos sentimos un poco en casa, un confort similar al del olor del hogar familiar o el del perfume de un ser querido. Modena es una ciudad de innegable encanto a pesar de alojar a uno de los mayores cretinos que nos ha dado la gastronomía: sus casas están pintadas en una paleta de colores que oscila desde el ocre y el caldera hasta el amarillo mostaza, alterados levemente cuando encontramos una fachada en verde salvia. En Italia, sonreír es la reacción espontánea a una musicalidad lingüística que anda en un equilibrio precario entre lo sensual, lo cantarín y lo embaucador. Mi hermano dice que en italiano tengo un acento, pero que no sabría identificar de dónde. Mis amigas de Toscana y Roma insisten en que del norte, aunque quizá sea por mi querencia austrohúngara. Hay quien opina que el italiano no sirve para nada, pero yo he conseguido no tener que esperar ni cinco minutos para sentarme en el bar del Connaught y hablar con algunas de las mujeres más fascinantes; si eso es nada, que nos dejen morir en esa colina. También nos gusta en Italia ver a hombres con corbata en bicicleta; tomar negronis en terrazas acompañados por cacahuetes en los que se hunde una cucharilla de café, la forma menos eficiente de comerlos, pero que me evita el espectáculo de meter la mano y llenarme la boca con un puñado como si fuese un mandril en celo o un oficinista ansioso; pasear en círculos meciendo las horas y escuchar en la radio de un bar la voz de Dalla que canta Anna e Marco mientras dos jóvenes agotan lo que queda del día con las miradas fijas en los posos negros de un café, interrogándolos sobre qué será de ellos. Toda esta belleza, sin embargo, se disipa al llegar a las puertas del cementerio de San Cataldo, custodiadas por la que puede que sea la floristería más triste de Italia y unas pompas fúnebres que no invitan a creer en la otra vida, o al menos no en otra vida mejor. Detrás de éste, el cementerio nuevo obra de Aldo Rossi. El primer italiano en ganar el Pritzker concibió un columbario cúbico, ligero a pesar de sus contundentes proporciones que pueden hacer pensar en el Palazzo della Civiltà Italiana. El gran cubo se abre al cielo a través de una obertura central y varias decenas de ventanas, aireando los nichos ya habitados y los que esperan inquilino, todavía vacíos. También hay un cierto vacío en el cementerio, escasa afluencia, una mujer limpia una lápida. Esta soledad última hace pensar en aquel verso del cursi de Neruda: “es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”.
También he vuelto porque me toca casar a unos amigos. En Modena hace un calor que no supe anticipar. A pesar de mi adoración por esa cumbre del ingenio humano que es el aire acondicionado, adoro la indiscreción de una ventana abierta en estos días de bochorno: desde una de ellas, se derraman las voces de un coro que ensaya en una escuela de idiomas; también se precipitan caóticamente desde los huecos de la fachada de una academia musical las notas de un piano, el arco acelerado repitiendo una y otra vez los mismos acordes sobre las cuerdas de un violín, el soplo fatigado de un clarinete. Cae su sonido sobre la Via Carlo Goldoni que separa a los músicos de la gloria pues, unos pocos adoquines más allá, está el Teatro Comunale Pavarotti-Freni. Mirella y Luciano, dos colosos líricos salidos de una ciudad que no alcanza los doscientos mil habitantes. Se pueden ver en YouTube dos grabaciones en las que ambos interpretan La Bohème. En la primera, jovencísimos durante un recital grabado en 1965; la segunda es una grabación de una puesta en escena de la ópera de San Francisco de 1989. Entre ambas hay veinticuatro años y unas voces que acusan ciertamente la evolución física de los intérpretes. Sin embargo, la magia de la gran lírica, veinticuatro años no son nada y, a pesar de su madurez, cuando se echan a cantar en esa segunda grabación nos bastan las primeras notas para imaginar una vez más a Mimí y Rodolfo estrenando una juventud pletórica en el París bohemio. Serán ya polvo de olvido los dim sum del colega de Su Santidad, pero alguien seguirá escuchando unas arias interpretadas con una delicadeza que hace creer en que somos hijos de Dios y Él nos quiere. Regresando al inicio del párrafo, se preguntará usted que qué autoridad tengo yo para casar a nadie, y no se equivoca. Sin embargo, lo de oficiar matrimonios me acerca a un sueño infantil: ser cardenal. Ahora, desafortunadamente, me hallo en ese punto de la vida en que he pecado demasiado para ingresar la santidad pero no lo suficiente para entrar en la curia, con lo que me conformaré con mis funciones seculares, procuraré hacer menos caso a los de los rankings gastronómicos y esperaré por aquí hasta que me llamen desde una morada como la concebida por Rossi para la ciudad de Modena escuchando a Pavarotti y Freni.
Como siempre, es un gusto leer tus articulos ,retratas el tiempo en que vivimos con el desparpajo del que esta de vuelta de muchas necedades. No pares sigue.
Esperar a morir?
...
Esperar, amor? Ir.
: )