Uno de los motivos por los que me suelo tropezar mientras paseo es mi tendencia a arrastrar algo los pies, lo cual me hace toparme en permanencia con obstáculos que para cualquier otro son imperceptibles. Aun así, hay días en que arrastramos los pies algo más, púgiles cansados que, tras varios rounds recibiendo estopa, un ojo medio cerrado por el último mamporro que nos ha asestado la vida de oficinista, una ceja abierta durante una reunión interminable, un cierto desánimo alentado por una formación impartida por un coach para gente con pocos recursos cognitivos pero demasiasa energía, vamos mirando de reojo a nuestros adentros, preguntándonos si queda mucho, si nos dejarán tirar la toalla o, simplemente, deseando que nos aticen ya el gancho que nos estampe contra el tapiz, al fin reposados, el rostro desparramándose sobre la lona y poder cerrar los ojos para abrirlos en algún otro lugar, probablemente mejor, idealmente lejano. En esas andaba yo el jueves cuando, entre la oficina y el metro, me puse los auriculares y me dije que podía ser feliz al menos un rato más, así apareció el rostro de Julio Iglesias en la pantalla.
Milonga pa’ recordarte, milonga sentimental, Julio Iglesias, el artista español más exitoso de todos los tiempos. Por ahí dicen que Europeo también. Tanta gente no puede equivocarse. Algo de universal tendrá el genio de Julio habiendo seducido a más de sesenta millones de personas para las que ha actuado en todo el mundo. Ante todas las diferencias culturales existentes, explicadas y desgranadas por sesudos antropólogos, concienzudos historiadores, eruditos literatos, se alza el talento del cantante melódico más icónico de nuestra historia pues resulta que a la mujer que sobrevivió al maoísmo, al oligarca enriquecido tras la disolución de la URSS, al procurador británico que se desplaza todas las mañanas desde Islington hasta Holborn o al ama de casa de Wichita que conduce su inmenso vehículo por las autopistas que separan su hogar del centro comercial, les terminaron por emocionar las mismas baladas algo edulcoradas cantadas por un madrileño con un toque gallego. Lo que es bueno y bello en esta vida está condensado en Julio vestido con un tres piezas, negro sobre negro, una camisa de un blanco inmaculado, los cuellos almidonados con una verticalidad arquitectónica que algo tiene de Renzo Piano, el nudo de la corbata que es el equilibrio entre lo sofisticado y lo genial, la piel bronceada probablemente más allá de los límites que marca la dermatología, los ojos entrecerrados, la gestualidad algo extraña de la mano abierta que se desplaza entre el ombligo y el esternón y un micrófono tan cerca de la boca, tan cerca, que alguna señora se desmayó por el camino.
Para algunos de nosotros el primer Julio es un casette que normalmente rondaba por el receptáculo de la puerta del coche, ese azul aguamarina de La Carretera, por ejemplo. Ahora se aparece por TikTok a una generación para la que la palabra casette tiene una connotación similar a la que tuvieron para la mía términos como Super 8 o Atari, pero ahí está, con esos modos de galán de otro tiempo; cabe suponer que en este mundo de seducción aseptizada en que nos damos y tomamos a través de aplicaciones que mucho tienen de distópico y nada de romántico o sensual, los modos de Julio arranquen una sonrisa a la muchachada. Junto con la dictadura de la seducción concebida como trueque, está la de la autoayuda como género cumbre plasmado tantas veces en biografías de ningún interés literario con enormes fotografías en portada, primeros planos de ejecutivos de Silicon Valley. A mí el que me sigue inspirando, más que un post-adolescente en chanclas con calcetines y que se ha gastado quinientos millones de dólares en pasar quince segundos fuera de órbita, es Julio cuando en aquella entrevista, echando la vista atrás, viendo su carrera como futbolista del Real Madrid quebrada por un terrible accidente de coche, sabiéndose el mejor, el primero, nos confesaba que en su día le dijeron que no podría volver a andar, y corrió; que no sabía cantar, y cantó; y que, sin ser el más guapo, a veces lo pareció. Julio sazonó los romances de nuestros padres y, al escucharlo, sentimos la nostalgia de lo no vivido diciéndonos que quizá sería más fácil acercarse a esa mujer si en lugar de Taylor Swift sonara Ni te tengo ni te olvido y que quizá deberíamos, ralentizándonos, volver a bailar algo más pegados. Como decía antes, los tiempos han cambiado y uno se acaba preguntando si por el camino no se nos ha ido un poco de alegría y despreocupación, un poco de picardía, un algo de misterio. Subo las escaleras del metro sonriente.
PS: alégrese el domingo, entre nostalgia y nostalgia.
Queremos y debemos volver a bailar lentos… era más bello.