Ahora sí, es oficial, volvimos. Lo supe cuando el martes vi en Instagram, donde moran los horrores, que tanto Horcher como Via Veneto reabrían sus puertas después del tedio estival. Mi madre siempre dice aquello de que el año realmente empieza en septiembre. Eso lo dice mucha más gente, lo que pasa es que para mi madre es una coartada porque siempre le ha parecido que la Nochevieja es una celebración de escaso gusto, con lo que normalmente lo esgrime para ahorrarnos el esperpento de los cotillones. No celebramos el equivalente a una Nochevieja en la noche que va del treinta y uno de agosto al uno de septiembre, no se preocupe. Hablaba con una amiga de los propósitos posvacacionales ante una bandeja de plástico sobre la que nos escuchaba un sushi frío, helado, del que nos ponen en la empresa para darnos la impresión de que podemos elegir en un amplio abanico gastronómico que va de lo malo a lo peor. Es complejo elegir propósitos pues indica, observación obvia esta que viene a continuación, que sabemos hacia dónde queremos ir, lo cuál no tiene nada de obvio. Por un lado, viendo la opulencia de tantos compañeros estivales, la potencia del dinero que llega desde el otro lado del Atlántico (aunque no le acompañe siempre el buen gusto), me he propuesto ser rico, lo que conlleva indefectiblemente trabajar con la tenacidad de quien sabe que es lo pecuniario su prioridad única. Por el otro, he decidido que el trabajo no es lo mío, que soy una criatura que alcanzaría su cenit en eso que se llamaba la clase ociosa, como un personaje de Jane Austen, de los que pasan el día dando vueltas a un salón, leyendo sobre un sofá, vistiéndose lentamente para salir a pasear por los jardines o tomando el té. Sucede algo parecido con dos de mis hobbies que no se entienden entre sí: la gastronomía y la moda. No es posible apreciar una copa de Armagnac después de una larga comida y vestir las tallas actuales de Saint Laurent.
Yo no creo, que me disculpen los seguidores de San José María, en el trabajo como camino de santidad. Quizá es el triunfo filosófico más extraño y extendido en la cultura occidental, la adopción de una ética cuyo prestigio en el mundo protestante hace que la consumamos en permanencia a través de series y películas haciéndonos creer que el desarrollo personal va intrínsecamente ligado al profesional, a una alarma sonando a las cinco de la mañana, saltar de la cama, hacernos una taza con diez gramos de café mientras escuchamos un podcast de un gurú de las finanzas que todavía no tiene curado el acné y, acto seguido, tirarnos por el suelo a hacer la tortuga ninja, saltar a la comba poniendo cara seria, meternos en la sauna, en un baño de agua helada, meditar durante siete minutos y subirnos en un coche mucho más inteligente que nosotros que nos lleve a acuchillar las horas sentados en nuestra silla ergonómica mientras le damos un sorbo al té verde y respondemos emails de gente que no seríamos capaces de reconocer si nos los cruzásemos en la tienda de suplementos de alimentación bio veganos. Permítame que le diga que he visto a muchos más envilecerse en reuniones, presentaciones, largas jornadas ante un ordenador, asfaltando una calle, recogiendo mesas en una cafetería o poniendo cañas en un bar que yendo al teatro, leyendo un libro, charlando con sus amigos, bebiendo un Manhattan o escuchando música.
No es baladí que, cuando Dios nos expulsa del paraíso, nos condena a trabajar la tierra. De aquellos polvos, estos lodos. En España, el trabajo es considerado prácticamente pecado hasta tiempos de Carlos III. Por ello en su Real Cédula de 1783 debió precisar que los oficios “son honestos y honrados; que el uso de ellos no envilece la familia ni la persona del que lo ejerce”. Trabajaba quien lo necesitaba, más o menos como ahora. Bueno, también están los que trabajan por vicio. Me asusta pensar en el señor Arnault que, a sus setenta y cinco años, se levanta todos los días para ir a la oficina a pesar de ser el hombre más rico del mundo. O quizá por eso es el hombre más rico del mundo. Incluso los fines de semana no deja de visitar algunos de sus múltiples dominios, como los grandes almacenes Le Bon Marché. Hace tiempo que quiero cambiar de sofá. Compré el actual en un momento socioeconómico diferente de mi vida en Maison du Monde y ha dado el resultado propio de lo barato: duró bello más bien poco, el terciopelo verde no tardó en amarillear, los cojines deformes recuerdan las fatigas que hemos sufrido juntos y los bajos se descosieron formando una especie de jaima invertida en la que se refugia el gato Fafner cada vez que saco el cepillo. A Le Bon Marché fui el otro día después de comer para ver posibles sucesores, aunque no me crucé con el bueno de Bernard. El día anterior me había enamorado de un sofá inmenso en el BHV de Le Marais. Los hombres tenemos un problema de percepción espacial, como cuando vamos a comprar un televisor pensando que el salón de casa es un cine Imax y al llegar nos encontramos con una pantalla LED que cubre la totalidad de la pared e impide abrir la puerta. Las mujeres que me rodean me hicieron entrar en razón, como viene siendo habitual, y me sugirieron que me tomara un poco más de tiempo. Si usted pasea por la planta de decoración de Le Bon Marché y no tiene la sensibilidad de un consumidor de frapuccinos de Starbucks, se enamorará en cada esquina: las sillas están dispuestas como en una instalación del MoMA, los espacios son diáfanos, los tonos, a pesar de la diversidad del muestrario, crean un equilibrio cromático perfecto, al poco de pasear por la planta se restaura la fe en el ser humano y se siente el alivio que tan sólo nos aporta lo bello. Veo una especie de puf en un cuero suavísimo, quizá una napa, en azul cerúleo. Lo acaricio y es imposible no sonreír. Mi madre se sienta en un sofá magnífico que combina unos cojines en una tela color leche tibia y una estructura de cuero en tono hoja de tabaco cubano. Se nos acerca un hombre que viste un cárdigan, por el acento entiendo que italiano, elegantísimo, los modales de quien podría venderte arena en el desierto dejándote satisfecho. Hacemos girar una librería de madera que pivota mágicamente sobre un eje que la une entre el suelo y el techo. El sofá que le gusta a mi madre cuesta varios meses de mi salario, muchos. Vuelvo a BHV. Hay una opción más reducida del sofá que me gustó y que además puedo pagar sin que me llame el gestor de guardia de BNP Paribas preguntándome, como diríamos los catalanes, si me he bebido el entendimiento. La condena es siempre la misma: enamorarse. Es el amor por la belleza el que me hace levantarme cada día. Mi trabajo me encanta, no se equivoquen, lo sigo disfrutando y tengo la fortuna de crear productos que, quiero pensar, hacen feliz a la gente, felices como me haría a mí un sofá Poltrona Frau, pero la realidad es que el motor que me impulsa para continuar dando vueltas en esa rueda que es el capitalismo es la posibilidad de, el día de mañana, poder tener un sillón diseñado por Le Corbusier, dormir en el Browns cuando voy a Londres, no tener que volar más en turista, hacerme la ropa a medida, pasar horas eligiendo la tela de las camisas en Charvet, encargar zapatos en el John Lobb bueno (el de St James), no tener que volver a conducir nunca. Quizá la cultura del trabajo se resuma en despertarse todos los días y hacerlo lo mejor posible para poder comprar una biblioteca de Gianfranco Frattini, darle a la tecla esperando que entren los euros mensuales y, seguidamente, sin un respiro, pensar en cómo transformarlos en algo que haga la vida un poco más dulce. Por eso estamos aquí, hemos vuelto, un año más.
Vamos, que te has propuesto ser rico para gastartelo el lujos. 🤣
Siempre lujos Nacho ;)
bravo!! cada domingo me rio mas ,son buenisimos