La extrema derecha no es el problema, es el síntoma. Millones de europeos eligieron el domingo pasado a fuerzas de lo que etiquetamos como extrema derecha, una marca blanca que engloba a los neonazis de AfD, el nacionalismo antiliberal del Rassemblement National, el cuñadismo de palillo en la boca de Vox o el conservadurismo tradicional de Meloni. Mi Instagram se ha llenado, sobre todo entre mis conocidos franceses, de menciones categóricas y escuetas, siendo la más popular honte (vergüenza). Obviamente, todas estas publicaciones venían acompañadas de otras: paisajes japoneses, gente bailando el twist, tostadas untadas con aguacates maduros, bolsas llenas a rebosar de grandes firmas francesas, fotos en bikini con el sol poniéndose más allá de la lontananza. Yo no creo que más de un tercio de los franceses sean unos fascistas, racistas, imbéciles, dementes, meningíticos o mamarrachos. Lo que sí creo es que hay un número creciente de europeos para los que el sistema ha dejado de funcionar, que no comprenden que los jóvenes ya no tengan acceso a la vivienda, que no entiendan que en aras del relativismo cultural los rostros de las mujeres de su barrio se vean cubiertos por velos de odio, que sientan frustración al ver el alza de la criminalidad que cada día se siente más impune o que hayan dejado de reconocer sus calles y sus barrios. No ocurre exclusivamente en Francia, lo veíamos esta semana en un programa de la Sexta donde se entrevistaba a una vecina del Raval que describía con nostalgia cómo se crió jugando en las calles de un barrio desolado en pleno dos mil veinticuatro por la droga y la prostitución.
Desde el centro izquierda, el abandono puede ser datado en mayo del sesenta y ocho, a partir del cual “las fuerzas de progreso” se embarcaron en cruzadas cada vez más minoritarias hasta llegar al paroxismo de desmantelar la lucha feminista por defender causas anticientíficas y contraintuitivas que afectan a menos del dos por ciento de la población o por creer que su lucha no es la de proteger los puestos de trabajo que sostienen la dignidad social sino el uso del mal llamado lenguaje inclusivo. Desde la derecha, cuando se creyó que nuestro papel era el de ser tecnócratas ultra eficientes y desalmados que se dedicasen en exclusiva a la excelencia en la gestión sin jamás hablar de ideas. Las fuerzas que orbitamos en torno al centro, idea fundacional forjada por la derecha, el liberalismo, el respeto a los derechos humanos y el parlamentarismo, debemos hacer una autocrítica incisiva, brutal y honesta. Lo decía Marlene Schiappa, antigua ministra del ala izquierda del macronismo: a la extrema derecha en Francia se le ha dejado la defensa de la laicidad, de las políticas de natalidad, de las fuerzas del orden y de tantas otras cosas desertando así el campo de las ideas en el que estas formaciones que llamamos ultras ahora campan libremente. Mientras cenábamos en restaurantes japoneses, nos explicábamos nuestras vacaciones en lugares exóticos o íbamos de compras por Via del Babuino, había quienes hacían sus cuentas día a día; nos llenábamos la boca de multiculturalismo mientras otros temían por la seguridad de sus hijas cuando volvían por la noche a casa; participábamos en las operaciones de compra de acciones de las multinacionales que nos emplean mientras otros apretaban con desesperación el botón de un ascensor social que lleva demasiado tiempo averiado en el sótano.
Nos acaricia, desde el domingo de la semana pasada, una brisa que tiene algo de María Antonieta. Mi primera conversación sobre el resultado de las elecciones, especialmente alarmante en Francia donde dentro de unas semanas los votantes se verán en muchas ocasiones divididos, para la segunda vuelta, entre el populismo de derechas de Bardella o el antisemitismo comunista de Melenchon, tuvo lugar en un despacho del Siete, todos alarmados sorbiendo té de jazmín, vistas sobre un parque; al fondo, tras los tejados parisinos, la cúpula de Les Invalides y la Torre Eiffel. Quizá sea ese el resumen de todo, pero más allá del insulto o la descalificación contra las personas que han optado por opciones extremistas y antiliberales, lo que tenemos que plantearnos es cómo cosemos esas costuras deshechas por las que se está filtrando la sombra del autoritarismo, porque la democracia liberal es seducción y convencimiento. El debate lo ganaremos por la elevación y la persuasión, no por la descalificación de aquellos a los que hemos ignorado de forma deliberada o accidental. No debe extrañarnos ahora que, mientras encadenábamos martinis en Nueva York, nos haya levantado la camisa el primero que se ha ido a provincias y, al ver una mirada triste posada sobre una cerveza tibia en un bar de pueblo, se haya sentado a la mesa, les haya dado una palmada en el hombro y les haya dicho: “las cosas pueden ser muy diferentes”. Debiéramos cobrar consciencia cuanto antes y actuar a la escucha de quienes tanto tiempo hemos ignorado, no acabara Europa como Lear apurando su lucidez antes de perder el juicio diciendo:
“Pobres diablos desnudos, donde quiera que estéis, soportando la injuria de esta tormenta infausta, ¿cómo podrían esas cabezas sin techo, esos pellejos, esos trapos con bocas y ojos defenderos de este tiempo? Poco me he preocupado de esto. Púrgate, pompa, siente lo que sienten los pobres, que les puedas arrojar lo superfluo y revelarte más justo a los cielos”.*
*Traducción de Andreu Jaume para Penguin Clásicos, 2016.
¡Cuánta razón tienes! A veces pienso que lo que nos hace falta es precisamente una sacudida para despertar.