He vuelto a las clases de alemán. Lo dejé desesperado por una profesora que se conectaba desde su casa con una cama deshecha al fondo, las persianas a medio subir y unas páginas amarillentas escaneadas que debían datar de tiempos de la RDA en las que aprendí términos como fumar en pipa o importador de tabaco. El alemán me ha parecido siempre una lengua bellísima, para desmayo de casi cualquiera, incluyendo a muchos alemanes. Sin embargo, no puedo entender que, más allá de la parodia tantas veces repetida del alemán como una lengua brutal, teniendo presente esa cita (supongo apócrifa) de Federico II el Grande de Prusia en que decía hablar español a los hombres, francés a las mujeres, italiano a Dios y alemán a su caballo, no se tenga la curiosidad de ir más allá de la caricatura de trazo grueso, de descifrar la lengua en la que se expresaron Kafka y Rilke, Hölderlin y Goethe, Bernhard y Wagner, Roth y Zweig, Nietzsche y Kant. El alemán brilla, más allá de por una musicalidad formidable con sus interminables palabras, por un léxico inabarcable en el que se puede decir casi todo, con expresiones tan geniales como intraducibles: schadenfreude, zeitgeist o doppelgänger. En las lenguas latinas necesitamos páginas para describir lo que un germano despacha con un vocablo.
Encontrar a un profesor de alemán en París no es sencillo, o al menos no lo ha sido para mí. En toda la ciudad no somos suficientes los dispuestos a pasar las mañanas de los sábados en el instituto Goethe, con lo que cada semestre veía irse el tren, como Penélope, sentado en la estación, sin que desde el centro fueran capaces de darme el contacto de un profesor. Después de la frustración que sentí al ver que las últimas librerías alemanas en la capital francesa, incluido un pequeño bouquiniste de la ribera del Sena, habían cerrado, descubrí Le neuvième pays. Esta minúscula librería de la Rue Bonaparte, entre Saint Sulpice y los jardines de Luxemburgo, tiene, a pesar de sus reducidas dimensiones, la tremenda fuerza gravitacional de los grandes centros culturales. Un miércoles cualquiera podemos pasar por delante del discreto escaparate y ver al otro lado de las ventanas a Louis Garrel haciendo una lectura, los asistentes amontonados en la diminuta tienda. Hay siempre un vértigo en la mirada de una mujer hermosa. El vértigo aumenta cuando esa mirada es la de Sophie Sémin, la librera, que por encima de las gafas intenta comprender por qué quiero encontrar a un profesor de alemán. Quizá sea París la única ciudad del mundo donde la mujer (no sé si lo sigue siendo) de un premio Nobel (Peter Handke) promete ayudarnos a encontrar a un profesor que descifre para nosotros los entresijos de la lengua de Schiller. Anotó mi contacto en su libreta y pasaron los días. Cuando hube ya olvidado la posibilidad de ir más allá de mi alemán inventado con el que subsisto en mis viajes por Mitteleuropa, me llama nuestra librera para decirme que tiene el contacto de una persona que me puede interesar.
Tras muchos mensajes intercambiados y largas semanas de agendas mal ajustadas, hará unas tres semanas voy a tomar un café con un señor que viste un sombrero homburg adornado por una pequeña pluma que tampoco puede comprender qué me traigo entre manos, cuál podría ser mi interés por la lengua germana. Su inquietud es mi posible futura frustración. Le da miedo que me desespere, que me canse, que me aburra, que no alcance mis objetivos. Frente a un mundo donde todo debe ser práctico, monetizable o útil, medible y cuantificable, donde el conocimiento debe ir ligado estrechamente a un pensamiento concreto, a una necesidad puntual, siempre al servicio de una ambición específica, la solitaria cruzada de un hombre que quiere aprender alemán por gusto, por placer o por vicio. Cómo va a desesperarse alguien que lo único que desea es poder murmurar el texto mientras ve Parsifal, poder leer las placas de las calles, comprender a Thomas Mann o recitar en voz alta a von Hofmannsthal. Nosotros vinimos con la convicción de los que no quieren el alemán para usarlo en una reunión de trabajo, en un pitch a inversores o para comunicarse con un proveedor, ni siquiera para hablarlo con una mujer, sino con el amor por un espíritu europeo que echa raíces en la verticalidad del Rin y en la horizontalidad del Danubio, por el vals, la literatura medieval, las cartas a Milena, el teatro de Bertolt Brecht. Como soy un romántico, el profesor no capta mi interés por sus talentos pedagógicos, difícilmente demostrables en un café, sino por la historia que se intuye tras sus frases murmuradas: estudiante de teología en Marburgo (donde la disputa), se muda de joven a Berlín para terminar viviendo en Pigalle junto a su mujer fotógrafa. De lo divino a lo profano en unas décadas de vida. El interés compartido por Nietszche y el amor por el cine de Haneke, especialmente La cinta blanca, crea la complicidad entre dos desconocidos que se encuentran en el plano que todo lo une: la gran cultura Europea. El miércoles por la mañana desaparecieron las plumas de su sombrero. Me enteré por un mensaje que me envió a media tarde. Sospechaba de mis gatos. En efecto, la pluma, algo mascada, yacía sobre la alfombra de IKEA que amortigua el sonido del piano. Ignoro si fue el gato Falstaff o el gato Fafner. Este último, en la tradición nórdica y como se ve en el Anillo, era un enano al que su codicia, su voluntad de conservar el oro maldito, le transforma en dragón. Quizá el aprender porque sí tenga algo de esa codicia, el querer yacer sobre fuentes de conocimiento inútil, sentir su calor bajo el vientre para esperar a la que sólo vendrá una vez pensando que hicimos algo interesante.
Qué valiente. Eso es amor. Yo adoro a Mann, pero si tengo que aprender alemán para conocerlo en profundidad, prefiero quedarme en la superficie, que a veces es como mejor funcionan las relaciones.
La exuberancia de tu cultura, que te permite un torrente de citas y la forma brillante en que las manifiestas en tu prosa hace que leer tus artículos sea un placer. Gracias.