“En medio del camino de nuestra vida, me encontré por una selva oscura”. Con estos dos versos echa Dante a andar su Comedia, estableciendo la mitad de la vida en los treinta y cinco años. Si Dios quiere, los cumplo mañana. Dante es algo más optimista, sorprendentemente, que Julio Iglesias, que en una de mis canciones predilectas canta aquello de “treinta y tres años, nada más, son media vida”. Por suerte para la humanidad, al menos para esa parte que ama la alegría, Julio se equivocó tremendamente consigo mismo. No fue el caso de Mozart, que murió a los treinta y cinco años y once meses. Estoy, en efecto, en la mitad del camino, aunque ignoro en qué mitad, ese instante que describía Woody Allen al inicio de Match Point en que no sabes de qué lado caerá la pelota. También le digo que el único responsable de haber llegado a esta selva oscura con más preguntas que respuestas soy yo, o puede que simplemente no haya otra forma de llegar. Quizá por eso algunos días me desangro acuchillándome con una afiladísima frase de Leila Guerriero, aquella en que dice algo así: “me da miedo pensar que los mejores años de mi vida hayan pasado ya”. Después pienso que no soy tan mayor, que exagero, más incluso si pensamos en esta sociedad que afirma sin rubor que la juventud es un estado de ánimo, e inmediatamente después me veo explicándole a la becaria que cuando era pequeño en casa no había ordenador, que si descolgábamos el teléfono y había un ruido extraño era la señal inequívoca de que había que conectar el fax, que tardamos en tener internet, cuando lo tuvimos debíamos elegir entre poder hablar por la línea fija o conectarnos a la red, que la conexión era un proceso un tanto esotérico en el que el router parecía querer comunicarse con nosotros a través de unos sonidos similares a los de R2-D2, que veíamos las series el día de la semana en que las emitían y la familia estaba reunida para hacerlo en torno al televisor y ya que estoy cuesta abajo en la rodada, le recuerdo que cuando nací Margaret Thatcher estaba en Downing Street, Reagan había abandonado hacía escasas semanas la Casa Blanca y quedaban todavía unos meses para que cayera el Muro de Berlín. Recuerdo también que en el colegio hacíamos dibujos para mandar nuestro apoyo a los niños que vivían la Guerra de los Balcanes, que España todavía era un país que se amaba a sí mismo y que creía poder jugar en la liga de las grandes democracias del mundo. Imagino que los niños de ahora dibujarán para los huérfanos víctimas de la brutalidad rusa, quién sabe, hay cosas que tristemente han cambiado poco o nada, como si yo cada día fuera más viejo y, tal vez, algo más sabio, pero el mundo en su conjunto permaneciera en una adolescencia terrible y perenne, como si no aprendiera, ni reflexionara, ni madurara, ni meditara, ni su experiencia espantosa de miles de siglos la hubiera pasado con los ojos cerrados, sin escuchar, de espaldas.
Llego a los treinta y cinco, no se lo negaré, con una cierta aprensión. No me inquietaron los treinta, que celebré en el lamentablemente desaparecido Santceloni, ahora un esperpento horrible donde ponen bistecs a ciento cincuenta euros por persona para que los nuevos madrileños puedan blanquear sus fortunas derrochando con poco gusto y mucha plata, pero ¡ay, los treinta y cinco! Si en mis años mozos era un pollo pera liberal de corte anarquista, el tiempo me ha erosionado, tallando a este conservador que ve nuestras democracias occidentales y herencia cultural como el legado asombrosamente frágil de lo mejor que el mundo ha sido capaz de hacer. Supongo que, guiado por este miedo al abismo que supone el cambio, me fui el jueves a cenar a Épicure. Se nos ha jubilado Eric Frechon, pero de momento está al frente de la cocina su número dos y pude volver a comer los macarrones rellenos de foie gras y trufas, acariciar la sonrisa primaveral de un espárrago verde grueso como mis errores de juventud acompañado de orondas colmenillas rellenas y redescubrir la molleja, atravesada por vainas de perfumadísima vainilla, bañada con café y cardamomo.cuando llega el Armagnac me da por pensar que, al menos, el tiempo me hizo algo menos insoportable, menos arrogante, que tamizó mi vehemencia, que me hizo más tolerante y comprensivo, que soy cada día más radical en lo esencial pero flexible en lo superfluo.
Me viene también a la mente todo lo que no he hecho y lo que no haré, en que me hubiese gustado ser un padre joven, que no sé si moriré solo, que ya nunca estudiaré música debidamente, que hay oficios que ya no podré probar, destinos a los que seguramente no volveré, pasiones que fui olvidando, viajes que ya no haga, libros que se irán quedando sin leer. Obviamente me queda, supongo, algo de tiempo, pero ahora que empiezo, por ejemplo, a estudiar el alemán, veo también las manchas de óxido en lo que antes era un acero que cortaba la complejidad como mantequilla, antesala de la merma que todos gestionamos, como si supiésemos que la vida es ya un leve planear con el viento que nos quede, no un batir de alas enérgico. A pesar de esto, tampoco le negaré que ando algo alborotado, con una agenda exigente que me lleva de un lado para otro y en ocasiones termino preguntándome si estoy yendo por gusto o por una autoimpuesta obligación, con miedo a no haber sabido aprovechar las oportunidades que me son brindadas. No me gustaría sonar extremadamente nostálgico, soy optimista por educación y no puedo dejar de agradecer mi fortuna al poder dedicar mi tiempo a cosas con las que la gente sueña, saber que hay personas que me quieren a pesar de todo, que he nacido en la parte feliz del mundo, que usted está ahí leyendo todas las semanas, que en verano iré a Bayreuth y Salzburgo, que la noche de la final de Champions estaré viendo a Grigorian cantar la Turandot en Viena, que antes de que llegue el nuevo jefe de cocina volveré a cenar en l’Épicure, que cantaré Laura Pausini en un karaoke el martes, que estoy disfrutando enormemente la lectura de Corrección de mi querido Bernhard, que tengo películas por ver, música por escuchar, que me siguen divirtiendo las bromas más absurdas, que tengo muchas ganas de escribir un libro aunque poco tiempo, que hoy pasearé por Bolonia junto a buenos amigos y la semana que viene estaré en Londres viendo a McKellen interpretar a Falstaff y, por todas estas pequeñas cosas, quisiera simplemente decirle que de momento estoy muy feliz de no haberme muerto.
Tal y como describes, este momentum de tu vida, es una delicia (no te apures te queda lo mejor)
Creo que durante muchos años nos seguirás deleitando con el relato de esos lugares, mesas, menús, conciertos, citas culturales etc. etc., que solo están al alcance de unos pocos privilegiados (y no solo por dinero), tu consigues que los vivamos como nuestros y con ello ser algo mas felices. Gracias y FELICIDADES.
RELATO UNICO COMO EL ESCRITOR .FELICIDADES NACHO..... porque lo mejor esta por llegar ;)Nunca dejes de disfrutar de la belleza .Este relato es una celebración de la VIDA con mayúsculas .Por un año que estrenas lleno de momentos especiales ,esperamos libro ahi lo dejo ....