NORMAL PEOPLE, VULGAR WRITING
Quedé fascinado, hipnotizado, por la belleza de la serie Normal People. Andaba yo buscando como se buscan las setas, deambulando, estimando más o menos por donde pueden andar pero sin grandes certezas, algo para ver en ese erial que son las plataformas. Al verla pasar recordé la frustración cuando salió pues, a pesar del gran éxito de crítica, no parecía estar disponible en ninguna de las decenas de canales a los que estoy suscrito y apenas veo, algo así como la gente que paga la cuota del gimnasio y no va. Me puse a ello y, al compartir una cita que me pareció graciosa en Instagram, con esa necesidad de aprobación que tenemos los seres humanos, esperando que le haga gracia a alguien más, pero sabiendo que mis gatos no se la iban a encontrar, una amiga me preguntó si había leído el libro. Diantres, ¿sería aquella historia tan bellamente filmada un libro? A partir de ahí, búsquedas, oye Siri, dale Google, vamos Alexa, y veo que es en efecto una novela de ese fenómeno para mí ignoto conocido como Sally Rooney. Llevado por el entusiasmo y siguiendo la senda del mal, pido por Amazon un pack con toda la obra de la autora que llega encelofanado como esos kits del supermercado en los que compras la botella de dos litros de Fanta de naranja y te regalan las Rufles jamón jamón. El producto, en efecto, parecía salido de la librería del Alcampo. No deja de sorprenderme que me gustara tanto la serie y tan poco el libro, lo que demuestra un hecho tozudo y es que las historias en realidad dan igual si no hay un estilo que venga a sostenerlas. Es como si Brad Pitt y yo nos vamos de compras, entramos en Kiton y adquirimos a pachas una americana preciosa. Él la llevará los días pares y yo los impares. La chaqueta, siendo la misma, producirá dos efectos muy distintos. Pues Sally Rooney no es Brad Pitt en esta historia.
La autora parece sentir un profundo desprecio por su idioma, condenándonos a leer frases de menos de seis palabras, casi trescientas páginas telegráficas. Obviamente, los protagonistas son guapos y listos; sus antagonistas, feos y tontos. Chica rica, chico pobre, chica nerd, chico popular, sadomasoquismo, primeras veces, vasos que estallan contra el suelo, no invitación al baile de fin de curso, muerte de amigo joven. Cuando traté de explicar a mi familia lo que estaba leyendo, al desgranarlo, mi sobrino, sin conocer la obra, hizo una descripción perfecta: es como si hubiesen metido en una minipimer todos los estereotipos del género romance/comedia romántica/coming of age/literatura adolescente/novela erótica ma non troppo para señoras de Dakota del Sur y hubiesen producido una masa informe. A nivel argumental, podríamos decir que no sabía qué ponerse y se acabó poniendo todo. Quizás lo que haga triunfar a la serie y naufragar a la novela sea el tratamiento más minimalista, esconder la mano pueril de una autora que proyecta imagino su propio esnobismo en una serie de personajes que de tan lisos resultan inverosímiles, como naipes dejados caer sobre un tapete vacío. Desde luego, para seguir con los estereotipos, la autora, en un nivel de simpleza que nos hace cuestionarnos si fue capaz de escribir esas líneas sin mearse encima, dice que sus protagonistas acudieron juntos a una manifestación contra la guerra en Gaza para protestar contra la violencia de los fuertes frente a los débiles.
En cuanto al desarrollo de los personajes, les pongo un ejemplo: la protagonista, brillante estudiante de políticas (hélas) se da cuenta de que su exnovio y su examiga, que eran a todas luces unos gilipollas, son malas personas porque se lo dice otra amiga suya un tiempo después. Lo que para el lector es evidente gracias a la falta de matices de Rooney para la protagonista es un misterio insondable (y eso que se suponía que era la persona más brillante que jamás había pisado el campus de St Andrews). Hay ideas interesantes, no me malinterpreten, como las relaciones de fuerza en las relaciones amorosas o el esnobismo del ámbito académico que romantiza una pobreza que le interesa desde un punto de vista artístico pero jamás real. El tema es que todos tenemos ideas muy interesantes todos los días, mientras nos duchamos, lavamos los dientes, paseamos al perro, hervimos el brócoli o paseamos al perro. La genialidad no es tener ideas interesantes, sino saber desarrollarlas. Si hablamos del estilo, la autora insiste en hacernos creer que el mazas aliade pobre que estudia inglés en también en St Andrews es un genio de la literatura a través de los mails que le manda a la otra protagonista. Solamente les diré visto más carga literaria y emocional en cruces de correos electrónicos con los equipos de logística que en lo que he tenido que leer aquí. La buena de Sally utiliza metáforas como: “las casas estaban tranquilas como gatos durmientes” o “su rostro parecía una pequeña flor blanca”. Sally, que tenías 27 años cuando escribiste eso. Sagan escribió Bonjour tristesse con 18 años. La broma se hace sola.
Voy a ir concluyendo, tampoco quiero ser demasiado duro con sus fans, en realidad los entiendo: el otro día en la oficina me comí un Ferrero Rocher; es una mierda tremenda, pero está pensada para que nos encante. Lo de la distribución del talento es un misterio equivalente a cómo pudo estamparse sobre una tela la efigie de Cristo o qué tiene (o no tiene) en la mollera alguien que vota a Pedro Sánchez. Lo que está claro es que no depende de la geografía, pues parece inexplicable que un país que ha bendecido a la humanidad con escritores de la talla de Joyce, Bernard Shaw, Sterne o Beckett, que en su capital tiene un museo dedicado a la literatura, nos castigue tal furia. Si me pidieran hacer una caricatura de un libro escrito por una muchacha para adolescentes, no me saldría una crítica tan mordaz ni afilada como el bodrio escrito por Sally que parece ser en realidad el pseudónimo de aquel insufrible escritor al que interpretaba Jack Nicholson en As good as it gets (recuerden la escena con la recepcionista de la editorial). Lo que le reconozco a la señora Rooney es ese diente afilado, el talento sagaz que la equipara con otro monstruo antiliterario como Dan Brown. Los oficinistas del marketing gastamos fortunas en intentar entender lo que el cliente quiere, pero ellos tienen el olfato del que depreda la estupidez, un ojo de rapaz de altos vuelos que les permite encontrar hasta al último mentecato roedor, la tranquilidad de sentarse en su casa fumándose un habano tras haber ganado una fortuna escribiendo una obra que es a la literatura lo que el Babybel a los quesos. Que Sally Rooney se haya convertido en referente literario femenino no es solo un insulto hacia sus predecesoras, Woolf o Austen, Shelley o Sevigny, sino un desprecio a todas las mujeres que hoy en día luchan para conseguir vivir de su genio y su arte en ese mundo inexplicable que es el sector editorial. Si por lo que sea se han puesto el objetivo este año de leer a más mujeres o eligen a sus autores según sus genitales, no voy a corregirles, hagan lo que quieran, pero acudan a todas esas escritoras, pienso por ejemplo en Guerriero y Enríquez, ambas argentinas, ambas fascinantes, ambas acaban de publicar obra nueva, que con tremenda sensibilidad mantienen en marcha la rueca literaria.