Lunes de Volodos. Programa dedicado a Schubert en la Philharmonie de París. Desde mi oficina a la sala de conciertos concebida por Jean Nouvel transito el París horrible, el que no se visita, con sus bloques de apartamentos que parecen soluciones habitacionales soviéticas y sus paisajes de desesperanza urbana, de yonki y cancha de baloncesto, barrios acuchillados por una autopista elevada, el despotismo urbanista que parece gritarles “no haber nacido pobres”, su aire dejado de aquí la policía no entra, todo esto visto desde la altura de la ronda periférica, algo Blade Runner, no mire hacia abajo, no vaya usted a descubrir que Francia ha muerto. Me invita mi profesor de piano, con el que compartimos la complicidad de dos melómanos pesimistas. Ambos admiramos profundamente a este ruso nacionalizado francés, residente en Madrid, sublimador de Mompou. La Philharmonie no está llena. No es Lang Lang, con su gestualidad ridícula, sus interpretaciones vanidosas, no tiene el glamour de Yuja Wang ni ese aire bohemio de Debargue, con lo que el público no responde con una asistencia masiva. Sin embargo, poniendo algo de atención vemos que no ha venido el gran público, sino un público grande, integrado por profesores de conservatorio, pianistas, amantes de lo sutil. Podríamos concluir que el talento no basta para llenar, aprendizajes del siglo XXI, pero poco importa. Volodos dijo un día que el virtuosismo es tocar pianísimo. La sala se llena durante dos horas de un sonido inasible, el piano despojado de sus resonancias metálicas, un instrumento de terciopelo que no parece ser percutido por martillos acolchados en fieltro, sino acariciado por una fuerza extraña. El pedal de Volodos parece tener la capacidad de detener el tiempo, y allí nos quedamos, suspendidos. Antepenúltimo bis, la Rapsodia Húngara de Liszt. Ya no la toca tan rápido como en ese vídeo que ronda por las redes, en Ámsterdam, hace casi veinticinco años, pero la interpreta igual de bien, quizá mejor. Arcadi nos dice que sigue teniendo todos los medios. Sin embargo, termina con Mompou, un minimalismo total, una música etérea, de una sencillez engañosa, pues es a eso a lo que habíamos venido. Nos subimos en el metro y viene a la mente aquello que dijo Cioran saliendo de una Pasión de Bach: “Una vez en la calle, ese contacto con lo innoble, con lo cotidiano, me hizo preguntarme si las tres horas ‘sublimes’ que acababa de pasar no tendrían elementos de alucinación. Y sin embargo esas horas me habían proporcionado a la vez la certeza y la emoción de la suprema realidad.”
Esta misma semana, llora el madridismo la salida de Ancelotti. La temporada ha sido entre mala y espantosa, pero no lloramos a este Carlo, sino al más laureado entrenador de la historia del club. ¿Qué pinta aquí el fútbol? El talento discreto, otra vez. No necesita el aire de monje benedictino recién salido de la abadía de Montserrat, alimentado exclusivamente con raíces y meditación, que ha querido siempre transmitir Guardiola. En este mundo de tatuajes que harían palidecer a los grandes artistas del rococó, cabezas de buda en el jardín y maletas de logotipos extraños, Ancelotti ha sido el hombre de la corbata negra y el traje gris marengo, una persona que ha hablado del fútbol únicamente como deporte, sin querer pringarlo ni de política ni de filosofía, simplemente como un espectáculo en que veintidós hombres corren de un lado para el otro con el objetivo de marcar un gol más que el oponente. Por eso mismo sabemos que Carlo es el mejor, porque no necesita adorno ni embuste, ni humo ni espejos. Le agradezco especialmente la Decimocuarta, la mejor hazaña deportiva que el que le escribe recuerde. Llegó el Madrid con un equipo de viejos, de fatigados, a competir a un mundo de purpurina y monogramas de Louis Vuitton, algunos hombres recios frente al panorama de adolescencia regada con dinero del medio oriente, y frente a la juventud empapelada de dólares, se impuso el don de la historia, el talento de los zorros. Las remontadas ante el PSG y el City hicieron recordar a toda una generación educada con La guerra de las galaxias que un puñado de rebeldes destruyeron el Imperio, encarnaron lo que decía Chesterton de los cuentos de hadas: “Fairy tales do not tell children the dragons exist. Children already know that dragons exist. Fairy tales tell children the dragons can be killed.” Y todo esto lo hizo un señor que, camino del Bernabéu, preparado para recibir la última ovación en un estadio que es historia del fútbol y de la civilización occidental, lo primero que ha hecho es abrazar al conductor del autobús. Le reemplaza otro hombre sencillo: Xabi Alonso. De este último sólo diré que si ha vencido a Hacienda, una de las maquinarias más perversas de Occidente, puede vencer a cualquiera.
Me deja esta semana la sensación de que, llegados a un cierto grado de excelencia, cuando parecemos realmente tocados por la gracia, sólo en ese momento, podemos prescindir de las pompas y los oropeles, desnudados del personaje, y no ser más que hombres sencillos. No necesitamos hacer gárgaras al probar el vino, ni mostrar en permanencia lo mucho de lo poco que sabemos, pues el privilegio del que alcanza la excelencia es dejar que sean sus obras quienes hablen y él callar, un silencio que es a un tiempo elegancia y sabiduría equilibrados en los platos de esa balanza frágil que podríamos bautizar como el buen gusto. En esta época de sobrexposición, en que las redes nos asoman en permanencia a la vida de los demás, un grupo de personas sencillas parecen portar una pancarta invisible con el que fuera el leitmotiv de la Bauhaus: menos es más. Permítame que le sugiera quedarse con quien trata bien a quien le sirve, con el que es generoso en las propinas, con quien duda, con quien no presume, con quien prefiere hablar de sus carencias que de sus éxitos, porque de ellos es el reino. Margaret Thatcher decía que ser poderoso es como ser una señora, si usted necesita decirlo, seguramente no lo sea. Me parece que la sabiduría de la baronesa es extensible a casi todo lo que importa en esta vida.
PS: les dejo por aquí algo de Volodos, por si quieren pasar un rato agradable, dar un paseo por el lado bueno de las cosas.
Ay! cuánto he aprendido hoy con su texto, incluso se me antoja que igual pudiera ser que el fútbol me interesase, aunque sólo sea durante un párrafo.
Conozco la Philarmonie y ese París del que habla... Más que de Cioran, casi de Céline.
Precioso artículo, del que me reconfortan sus preferencias futbolísticas.