Me desperté en el cuarto de invitados con la desorientación que me genera cualquier pequeño cambio en mis rutinas. Dormí allí porque la noche anterior el PSG, una agrupación que tiene más de organización terrorista que de institución deportiva, ganó la liga de campeones y debajo de mi casa se desencadenaron escenas que hacían pensar en películas como Hotel Rwanda, Holocausto caníbal o El día de la bestia. Esos momentos que parecían las escenas cortadas de un film de George A. Romero suscitaron el interés de mis gatos que, lejos de asustarse por la pirotecnia que impactaba contra las ventanas y rebotaba contra las fachadas, se quedaron pegados a los cristales, preguntándose si quizá llegaría por fin el día del Juicio mientras admiraban la barbarie, el espectáculo último de la degradación humana. El domingo fui a ver la Manon de Massenet en Bastilla. Mientras Benjamin Bernheim canta aquello de “En fermant les yeux, je vois là-bas une humble retraite”, las calles son tomadas con la connivencia del gobierno por los mismos que la noche anterior habían asesinado a dos personas, dejado a un policía en coma, causado más de quinientas detenciones, asaltado comercios y quemado vehículos. A la Manon le faltó la anunciada Nadine Sierra, y se notó a pesar de un resultado bien conseguido. Quizá lo mejor de la ópera fue mi vecino, un señor americano entusiasta, que se esforzaba por hablar un francés bien conseguido, entrado en esa edad incalculable, viviendo días prestados, llevaba un pequeño libro en un bolsillo exterior de la americana, esos bolsillos que solo utilizan los artistas y los majaderos, un sombrero que perdió tres veces antes de terminar la ópera y un bastón plegable ricamente ornamentado.
Al salir, quedo con mi amigo BC a tomar unos refrigerios. BC tiene el hábito de llevarme a lugares de una modernidad efervescente. Bar Nouveau está en un minúsculo local al que se accede tras hacer una cola integrada exclusivamente por chinos y americanos, que entiendo vienen hasta le Marais a tomar los preparados de un personal que habla un francés nivel cuarenta y dos de Duolingo. Los modernos del bar vestían unas camisas como de manicomio victoriano y el barman llevaba el mismo corte de pelo de Anne Hathaway en Los miserables cuando canta I dreamed a dream. Desfilaban bebidas con espumas contundentes, hacen pensar en minúsuclos suflés fríos, que deben de ser el último grito para los tiktokers de Cantón. Viene el barman, nos estrecha la mano, nos pregunta cuál es nuestro nombre y con las mismas se va, sin habernos dicho el suyo. Nos acomodan primeramente en una barra estrechísima que hace las veces de pasillo por el que veo desfilar las plagas de nuestro tiempo, de ahí nos hacina en el alféizar de la ventana tras una aproximación en falso a la barra (bromeé con que éramos demasiado feos o no teníamos suficientes seguidores en el condado de Aransas, pero fui el único que rió) para terminar ubicándonos finalmente en la barra. La conversación fue escueta pues habían puesto la música tan alta que, viendo al personal, uno tan sólo podía preguntarse si los niños están bien, si alguien piensa en ellos, a qué hora vienen a buscarles sus padres. Nos fuimos a cenar dejando atrás los delirios retro de unos adolescentes con más tatuajes que años tributados camino del restaurante mexicano de confianza de mi amigo. Junto a unas escaleras que bajan del Boulevard Beaumarchais a la Rue Amelot, un camello trapichea. El cliente esnifa sobre una llave. Me pregunto si están haciendo una cata: ¿fincas colombianas colindantes o una vertical? Se popularizó aquello en la villa y corte del Madrid me mata. Lo siento por mi Madrid, pero no veo cómo podría superar la capacidad homicida de la capital francesa.
En Francia se convive con la fatalidad sin que nadie hable del tema. Volamos a bordo de un vehículo sin frenos y con la carrocería hecha añicos, sabiendo que en cualquier curva nos vamos a salir, pero es mejor no tocar el tema y concentrarse en el código de etiqueta del Festival de Cannes. A escasos kilómetros de Cannes termino esta misiva, desde esa parte de Francia que hizo soñar a lo más granado de lo que se bautizó como la jet set, cuando no cualquiera tomaba un avión. El mistral azota las ventanas y la idea de ir a la playa se va volando con él. Parece ser que nos encaminamos a Mónaco. La gente es muy crítica con un principado que parece haber sido diseñado por el becario de Exin Castillos, pero yo guardo un profundo respeto por un pueblo que ha tenido como soberana a Grace Kelly. A muchos los Grimaldi les parecen frívolos, pero creo que es difícil no quedar fascinado viendo a Carlota Casiraghi leer a Dorothy Parker en aquellos vídeos maravillosos que hizo Chanel con la nieta de Raniero compartiendo sus recomendaciones literarias para el verano. Así que terminaré el día avanzando por carreteras donde se matan personajes de Françoise Sagan, admirando los paisajes que inspiraron hace casi un siglo a Fitzgerald las últimas páginas de El gran Gatsby, soñando nostalgias, hilando los recuerdos que nunca tuve. Ayer la madre de mi suegro me preguntó si me gusta vivir en Francia. Le dije que yo siempre he tenido algo de francófilo, y sonrió elogiando su país aunque apostillando: “Même si elle n’est plus ce qu’elle était”. Tampoco nosotros somos lo que fuimos, supongo. Ya lo escribió Fitzgerald: “So we beat on boats against the current borne back ceaselessly into the past.”
Quizá la sociedad francesa esté aún más degradada que la nuestra, pero en términos de degeneración institucional somos líderes absolutos.
Todo indica que tendremos que fundar nuestro propio país dentro de poco.