Las bodas en España constituyen el último bastión del desarrollismo que nace en el segundo franquismo, cuando nuestro crecimiento económico era superado tan solo por el de Japón, el país en el que todo era posible y que hallara su más dorado esplendor en la segunda legislatura de Aznar. ¡Cómo olvidar los atascos de Porsche Cayenne, consumo de 70 litros por cada 100km, remontando con su tracción a las cuatro ruedas las asfaltadas calles de las urbes hispanas para depositar a los niños en los centros concertados, dejándoles así empaparse de marxismo con los jesuitas antes de pasar el fin de semana navegando por las costas mediterráneas o esquiando en Baqueira! Hoy España es un lugar algo menos festivo. La concatenación de crisis económicas nos ha hecho buscarnos excusas en fuentes de las que apenas nada mana como el ecologismo para decirnos que cambiamos el todoterreno alemán por un vehículo híbrido asiático para evitar la extinción de la tortuga caguama en lugar de reconocer que estamos más tiesos que la pata de un perro. Penurias que nos han hecho reemplazar la tersura de las cigalas enviadas en avión desde Galicia recién salidas del Cantábrico por las microgambas congeladas de la Sirena, similares a las que uno encuentra en el arroz tres delicias del restaurante chino de su barrio. Sin embargo, si algún nostálgico quiere revivir aquel país que iba bien, volver a escuchar el tañido de la campana de la bolsa de Madrid el día en que Rodrigo Rato puso Bankia a navegar por el mercado de libre cambio, recordar a José Luis Rodríguez Zapatero, nuestro capitán Schettino, diciendo entre risas que “estamos en la Champions de la economía”, siempre podrá contar con un buen desposorio, la más opípara de las celebraciones nacionales.
Si Richard Wagner utilizó el término Gesamtkunstwerk para definir la ópera, esa obra de arte total que aunaba las seis expresiones artísticas que existían en aquel tiempo feliz anterior al cine, habría que conseguir acuñar un término similar, suficientemente megalómano, para poder describir el fenómeno de las nupcias, celebración total. Heliogábalo palidecería ante la espléndida hospitalidad de los novios y sus familias. Empezamos bebiendo cerveza de botellín, seguimos con el vino blanco, el tinto, esa costumbre tan española de sacar el espumoso con los postres, un primer destilado y un rosario de combinados que hace que a medida que avance la noche nuestro hígado se pregunte si hemos perdido el juicio o si, como en Leaving las Vegas, estamos intentando darnos matarile vía gástrica. Cortadores de jamón, ceviche de corvina, tacos de camarón, croquetas de boletus, minihamburguesas, crujiente de langostinos, alguna elaboración con foie gras, gazpacho de frutos rojos, puesto de arroces, plancha de pescados, parrilla de carnes, raviolis de rellenos improbables, solomillos siempre fríos y pasados de punto, postres demasiado dulces, café de filtro. Tras todo esto los invitados, ahítos, con las coronarias al borde del colapso y la sangre con la consistencia del kétchup que se queda pegado a la tapa del bote, desean la muerte o el poder estirarse y rezar para que su cuerpo sea capaz de digerir una ingesta calórica equivalente a la de un campeón de halterofilia yugoslavo preparándose para los Juegos Olímpicos. Sin embargo, la boda es exigente, la boda no descansa, no duerme, no se fatiga, la boda requiere un esfuerzo hercúleo, no da tregua. Cuando más débiles nos sentimos, derrotados prácticamente, la wedding planner nos arrastrará como a un rebaño de viejos bueyes y nos obligará a formar en corro para que los novios realicen algún tipo de performance que dé inicio a la danza. En ese afán competitivo por el que todos, haciendo exactamente lo mismo, deseamos ser distintos a los demás, este momento se ha convertido en uno de los más esperados: ¿empezarán un vals en falso para hacer una coreografía con canciones de Daddy Yankee? ¿se arrancarán con un two step para recordar que se enamoraron mientras estaban de intercambio en San Antonio, Texas? El novio suele ser el principal damnificado. He tenido que ver a hombres que no han bailado en su vida y con la movilidad de un Playmobil enfrentarse a coreografías que pondrían en aprietos a Beyoncé. Mario Vaquerizo dice que ir a una boda y no emborracharse es de mala educación. Yo añado: sin emborracharse, es complicado sobrevivir.
Mientras todo lo anteriormente enunciado y más está sucediendo (no he mentado para no extenderme en exceso, aunque cabe destacar, la entrada de los novios dando saltitos entre las mesas al ritmo de algún gran éxito pop mientras los invitados agitan las servilletas como pidiendo auxilio para que alguna especie alienígena venga a salvarnos de este genocidio estético o los grupos musicales compuestos por expresidiarios que amenizan el aperitivo interpretando rumba, rancheras, boleros o cumbia), me encuentro rodeado de más de un centenar de personas. Las bodas son el lugar por excelencia para uno de mis grandes terrores, un horror sordo, frío, que me atrapa a veces en medio del sueño y me hace despertar empapado en sudor ahogando un grito: la charla ligera. “¿Qué tal va todo? ¿Dónde estás ahora?” Cuando me dicen que hace mucho que no nos vemos, me dan ganas de explicarles por qué. Puede que me esté convirtiendo en un sociópata o en un misántropo o en las dos cosas a la vez, pero cada vez me cuesta más no abandonar mi cuerpo, proyectarme en el plano astral y, sobrevolando la finca de una familia venida a menos que encontró un filón alquilando su antiguo hogar a extraños que desean celebrar su unión en matrimonio, observar con distancia a los corrillos abrazados saltando y cantando el Bella Ciao, gente cuyas familias prosperaron durante el franquismo vociferando el canto de los partisanos italianos, con esa envidiable flexibilidad que da el informarse a través de Netflix. Pero ¿por qué tanta renuncia? ¿de dónde sale esta altanería? Incido una y otra vez en ese pecado de vanidad del que nos alertaba Santo Tomás que es el sentirse distinto al resto. Los que bailan, los que engullen, los que agitan las servilletas son mis amigos y yo con ellos. Cada vez que voy a una boda me quedo con la sensación de no cuidar lo suficiente a la gente que quiero, de no dedicarles el tiempo que merecen, me reprocho el no estar allí mientras su vida pasa y la mía al lado, en paralelo, siempre ausente. Me he convertido en un ser de lejanías, pero no en el sentido en que lo decía Heidegger, no por la permanente proyección hacia el futuro, sino porque soy yo el que nunca está, soy yo la persona a la que solamente ven en bodas, porque soy yo el que se obliga a esa charla ligera permanente. No pueden hablar conmigo porque ya no me conocen. Paso los domingos por la tarde despidiéndome de la gente a la que quiero, pagando el precio del autoimpuesto exilio. Quizá simplemente detesto en los demás lo que en mí falta.
Me has leído la mente. Intenté expresar algo así, pero me salió mucho peor. ¡Feliz fin de temporada nupcial!
Empieza serio, pasamos a las risas y acabamos tristes.