No me tomaré por un autor original ni libérrimo, pero sí puedo confesarle que cuando escribo un artículo de viajes, un comentario gastronómico o, especialmente, cuando hablo de ópera o literatura, sé que esos textos no van a funcionar tan bien como los otros en los que cargo, como titulara Houellebecq su ensayo dedicado a Lovecraft, contra el mundo, contra la vida. Es decir, no lo van a hacer en términos de público, porque hay mucha menos gente interesada en lo que tengo que decir sobre el Regietheater en la lírica centroeuropea en el siglo XXI de la que hay en leerme insultando a todes les mamarraches New Age que viajan a Colombia y fingen cosechar café o que se reencuentran a sí mismes haciendo yoga en los aledaños de Benarés, no sé si me explico. Sin embargo, debo pertenecer a una exquisita minoría, la de los que venimos aquí para pasar el rato, porque nos gusta, por hacer algo, por escribir, simplemente por escribir. También escribe, es cierto, quien lo hace buscando maximizar su número de seguidores y/o suscriptores, con más ahínco si cabe los que cobran por ello, pues se juegan el pan. Como mi pan ya está en la mesa y, siguiendo lo que le dijo Antonino Votto a Riccardo Muti, basta con tener un huevo frito en el plato, puedo permitirme artículos sobre el cambio de chef en el Goldener Hirsch de Salzburgo, sobre la pericia de los jardineros de Baden Baden, sobre Samuel Johnson en Escocia, sobre el sexo de los ángeles, porque, con permiso de usted, yo he venido aquí a divertirme. Sin embargo, cada vez veo más artículos sobre cómo ganar seguidores. Al leer todos los mismos, que se encuentran quizá entre el contenido más exitoso de esta red social, creando una especie de metasubstack en que substackeros consiguen el éxito explicando a otros substackeros cómo conseguir el éxito, vemos también una convergencia cada vez más alarmante entre los titulares, los contenidos, las formulaciones, las fotografías, las ideas.
Una chica se mostraba el otro día angustiada y preocupada, azorada, podríamos decir consternada o incluso abochornada, tal vez indignada y, obviamente, lo quería compartir con todos nosotros (lo de la dictadura del sentimiento, ya sabe, siendo en este caso nosotros su paño de lágrimas o su terapeuta vicario), por un posible plagio. No leí el texto en cuestión, ni el del plagiario, porque en general no me interesa casi nada de lo que se publica y, de lo poco que me interesa, rara vez paso del primer párrafo por amor a esta lengua nuestra que mis congéneres maltratan meando sobre sus reglas de puntuación, gramática, léxico. Lo que decía Paul Valéry, la syntaxe est une faculté de l’âme, y anda suelto mucho desalmado. Recuerdo a Pérez Reverte, al que en una ocasión se le acercó un señor pidiéndole que leyera el borrador de su novela y diciéndole que cualquiera podía escribir, lo que a su vez recuerda la anécdota, entiendo que apócrifa, de José Luis Rodríguez Zapatero entrando a Moncloa y diciendo a Sonsoles “¿Te das cuenta de que cualquiera puede ser presidente del gobierno?”. Al final es cierto que cualquiera escribe, como lo es que cualquiera puede tomar una fotografía. La literatura es la más accesible de las expresiones artísticas. No tiene el mismo misterio ponerse a teclear que a esculpir un bloque de mármol de Carrara. Digo esto porque no sé si es cierto que la plagiaron o no, pero permítame una confesión: uno, que algo sabe ya de marketing, conoce los tests consumidor y al final, oh sorpresa, a la gente le gusta lo que ya conoce con lo que buscar complacer al máximo número de personas posible es de por sí enemigo de la originalidad, tanto en los temas como en el estilo, enmudeciendo la propia voz para terminar escribiendo igual que todos los demás, con el mismo deje americanizante y buenrollista, con la misma prosa de vendedor de cintas de correr biodegradables, con el mismo afán de agradar diciendo lo que la gente quiere oír o, como es el caso, leer, jamás peinando a contrapelo. He visto ya a no sé cuántas personas que no utilizan mayúsculas como símbolo de originalidad. Está muy bien, porque la verdadera singularidad del autor cuesta un esfuerzo de narices, no quiero ni pensar en el árido camino que transitó Thomas Bernhard hasta llegar a esos textos tan bien apoyados sobre palabras que se repiten en un ejercicio contrario a toda intuición pero que funciona, o Mann para alcanzar ese nivel erudito pero a la vez ritmado que hace que cientos de páginas pasen unas tras otras lubricadas por una prosa brillante, o el recientemente desaparecido Vargas Llosa en Conversación en la Catedral, un monumental ejercicio estilístico indescifrable que deja a uno con la misma cara que se le queda al leer a Flaubert y a Faulkner, a Marías y a Cela, pero en realidad no, no hacía ninguna falta todo ese esfuerzo, ese ingenio, ese trabajo, porque la originalidad en realidad era simplemente no utilizar mayúsculas, poner mal las comas, preñar los textos de neologismos o de palabros groseros, hay que joderse. Tom Wolf rehizo el periodismo con onomatopeyas y unas frases trepidantes, pero aquí ha venido alguien que no usa mayúsculas, agárreme que me estoy calentando y voy a hacer saltar una tecla y tengo que pagar las vacaciones de verano con lo que no me va bien comprar un teclado nuevo, dejémoslo ahí.
Volviendo a lo de ganar seguidores, no soy de los que creen que el éxito conlleve el descrédito. Hay un esnobismo fácil en el desprecio por lo popular, incluso en el desprecio a posteriori, renunciar a lo admirado por no querer compartir el afecto con los demás, como si la presencia de los otros manchara nuestras prístinas admiraciones, ese fenómeno que a inicios del siglo XXI conocíamos como los hipsters, gente a la que tan solo le gustaba lo minoritario y que, de tener alguno de estos creadores la fortuna de empezar a ganar dinero en grandes sumas, de ser aceptado por el gran público, les veíamos alejarse de ellos, frunciendo la nariz con repudia, diciendo algo así como “con lo que me gustabas cuando eras pobre y marginal, qué desdicha verte en tu plenitud y tu éxito, en tu apoteosis y gloria”. Sin embargo, creo que el afán permanente por agradar es incompatible con la honradez del escritor que hace esto por el hecho en sí, irreconciliable con la originalidad y la libertad que se le debe al buen lector que dedica su tiempo a leer un texto que ofrecemos, generalmente, como una expresión propia y, espero, singular. Entiendo que usted está ahí por lo que escribo, porque hemos construido una cierta confianza a lo largo de estos años, quizá porque sintamos una ligera afinidad, aunque no siempre, pero sentiría que le estoy estafando si llegara el domingo de la semana siguiente con un pastiche inspirado por influencers de bajo vuelo, gurús de libro de aeropuerto, portavoces de la nada. No sé si algún día esto me dará algún tipo de rédito y dudo que me saque de pobre, pero sentiría una furia contra mí mismo, de esas que en las películas les lleva a sentarse vestidos en el plato de la ducha dejando correr el agua ardiendo, si aterrizara en la bandeja de entrada de su correo un texto firmado por mí preparado siguiendo una receta, perdiendo la esencia de esa cocina de casa en la que uno le pregunta a su madre: “¿cuánto vino le pones?” y ésta responde “lo que te pida”. Por eso mismo, a riesgo de naufragar todos los domingos, seguiré escribiéndole lo que me pida el cuerpo, que para exigencias ya tenemos bastantes de lunes y a viernes.
PS: síntomas de deshonestidad, en una nota alguien, citando una parte de su propio texto como reclamo, seleccionó una cita de Heine. En aras de la elegancia y la justicia, si lo que usted menciona de su texto es una cita de otro, menciónelo al instante. Si, como dijo Newton, elige usted ir a hombros de gigantes, dele a estos el mérito que les corresponde.
Me pasa con tu texto una cosa muy curiosa. Creo que estamos en las antípodas políticas, pero eres de las pocas personas que he leído por aquí que habla sobre cosas y no sobre la nada. Veo que citas a escritores a los que has leído y que no solo fusilas versos descontextualizados de Pizarnik o Plath. Así que puedo decir que tu texto es uno de los mejores que he leído después de una semana en Substack.
No sé qué haría sin usted.