Hace unos meses, fui a comer a casa de unos amigos. Llegó un matrimonio con dos niñas. Una de ellas, con la que hicimos buenas migas, se acercó cuando ya estábamos sentados y, sujetando mi corbata con una mano, me preguntó que para qué llevaba eso. Le respondí que era mi forma de defender una visión de occidente. Me miró extrañada y le pregunté si le gustaba. Dijo que no y se fue a seguir con sus asuntos, pues los niños, en contra de lo que piensan ciertos adultos que les tratan y les hablan como si fuesen memos, tienen muchas cosas que hacer y suelen ser interesantes. La pregunta es pertinente: ¿para qué sirve una corbata? Se ha viralizado recientemente un vídeo de un tal Ashton Hall, entrenador en línea con una masa muscular que asusta, aunque no tanto como la rutina en sí. El muchacho se despierta a las cuatro de la mañana, que es la hora en la que no hace tanto tiempo andaba yo moceando por los bares y en la que en estos últimos años encadeno ya el sexto sueño. A partir de ahí, el chaval no tiene un respiro hasta eso de las nueve de la mañana: flexiones, baños de agua helada, quitarse y ponerse pegatinas en la cara. Aprovecha hasta el último segundo. De algún modo, Ashton se las ha apañado para no tener que pensar durante las primeras cinco horas del día, encadena una cosa con la siguiente, rellenando cada instante para que no le quede ese resquicio en que uno, sentado al borde de la cama, con un calcetín puesto y el otro todavía entre las manos, se pregunta qué hacemos aquí, por qué nos despertamos todas las mañanas, si nos vemos el resto de la vida haciendo esto mismo, cuánto tiempo nos queda. Volviendo a la corbata, no tengo una respuesta, pero creo que aquello que no entendemos es en ocasiones lo importante: por qué preferimos un color a otro, cómo nos vestimos, qué música nos emociona, con qué películas reímos, en qué museos nos sentimos bien, es decir, por qué hacemos las cosas que no sirven para nada.
Vivimos en los tiempos de la practicidad. No siempre ha sido así. Decía Cioran que el XVIII es el siglo más francés pues fue el siglo en que la gente se aburrió más. El aburrimiento suele ser fuente de genialidades, como el sándwich de pepino de los victorianos que sobrevive a día de hoy en cualquier té inglés que se precie, un alimento sin contribución nutricional que viene a decir que uno ya viene nutrido de casa. Cuando voy de compras o paseo por la calle, me enamoro de las cosas más absurdas: becadas en plata para ornamentar la mesa, pesados ceniceros de cristal, cursis figuritas de porcelana, estampados corbatines de seda, inmensos y coloridos libros. Mi madre reprueba mi falta total de sentido práctico, pero es esa locura venial la que creo me mantiene cuerdo. El sentido práctico asesina el simbolismo, los rituales cotidianos, mezclando los instantes en un engrudo donde difícilmente podemos distinguir una cena con amigos de una reunión de trabajo, un ir a comprar tabaco del estreno de un Parsifal, el sentido práctico nos dicta el uso del uniforme, los cortes de pelo norcoreanos, alimentarnos de compuestos multinutricionales, no leer, no escuchar, no pensar. Prescindir de lo práctico es una invitación a ir más allá, entender que lo evidente ya se presenta ante nosotros pero que la Gloria nos espera más allá de sus umbrales, que comer es algo más que alimentarse, que vivir no puede consistir únicamente en respirar.
Cuando alguien me dice que es una persona muy práctica, pienso inmediatamente que no puede ser virtuosa. Las virtudes florecen con el sacrificio y éste es, por definición, antagonista de la practicidad. Es decir, ser práctico conlleva un sacrificio inicial de bajo vuelo, como tirar cosas que no nos hacen falta o saltar de la cama como un resorte y ponerse a hacer burpees. El sentimentalismo, antagonista de la practicidad, nos pide que demos el todo. Recientemente leía que Viotti, uno de los peores directores de orquesta vivos pero con un éxito que se justifica en el momento en que le vemos sin camiseta, mérito superficial que le ha llevado a firmar acuerdos con distintas marcas de lujo, había renunciado a ciertas responsabilidades por tener un mejor equilibrio vital. Todo muy práctico. Sin embargo, el arte es lo contrario de lo práctico, no sirve para nada contemplarlo y mucho menos crearlo, dedicar la vida y las fuerzas a una causa fútil, pasarse cuatro años pintando la Capilla Sixtina, veinticinco escribiendo el Anillo. El gran problema de lo práctico es que ignora la dimensión misteriosa del hombre, desconoce el aroma de las trufas o el peso del cashmere, la sensualidad del violonchelo o la calma de la lectura, lo práctico nos deshumaniza, privándonos de la dimensión que nos conecta con lo divino, amputando aquello que nos separa de la estricta biología para dejar únicamente la carcasa, haciendo de la vida un trámite en lugar de un tránsito. Termino estas líneas en mi escritorio junto al cual descansa, desde el verano, una bolsa del Festival de Salzburgo llena de cosas inútiles. Compré óperas en vídeo y discos, además de todos los programas de las representaciones a las que asistí. Prácticamente no lo he tocado desde entonces. Marie Kondo lo habría arrojado por el balcón, desparramando mis afectos veraniegos por la acera de la Avenue de Wagram, el disco de las sinfonías de Weinberg dirigidas por Mirga Grazinyte-Tyla rodaría bajo un autobús de línea perdiéndose quizá por algún desagüe, las ratas mirándose sorprendidas su reflejo iridescente sobre la redonda superficie. Abro uno de los programas, el del recital de Kantorow. Al sostenerlo, recuerdo dónde estaba sentado en el Haus fur Mozart, el ángulo, y vuelve ese magnífico Chasse-neige que interpretó y casi había olvidado. Qué quiere que le diga, nada de esto sirve para nada, pero a mí me hace la vida más agradable y yo ya no pido mucho más.
Muchas mañanas me cubro con ropa deportiva y acabo no yendo al gimnasio. Esas mañanas siento vergüenza, no por la falta de sacrificio deportivo, sino por vestirme de esa forma sin justificación. Mi status de padre aburrido de clase media creo está a punto de vencerme.
No le voy a decir lo mucho que me gusta su escritura, quizá por obvio; pero lo que sí me gustaría decirle es la alegría y esperanza que me provocan sus entradas.
A quien hay que tirar por la ventana es a Marie Kondo.