Claudio Abbado decía que identificaba la calidad del público por el tiempo que esperaban entre el final de la obra y el momento en que arrancaban los aplausos, la capacidad de respetar ese silencio cómplice entre intérpretes, público y compositor. Afortunadamente, el maestro milanés nos dejo hace diez años y se ha ahorrado ver la deriva aplaudidora de nuestra sociedad. Leí hará ya algunos años un artículo de un crítico de teatro, creo recordar publicado por el New York Times, en que hablaba de la dificultad para saber al terminar una representación en Broadway si había sido realmente extraordinaria o no porque de un tiempo a esta parte todas las funciones terminaban con ovaciones en pie. Parte de su teoría consistía en que los precios siempre al alza de los espectáculos forzaban a la gente a decirse que realmente había sido la mejor función de Mamma Mia de la historia, que valieron la pena todos y cada uno de los ciento veinticinco dólares que habían pagado por entrada. Yo creo que hay que ir un poco más allá en el análisis porque lo del aplauso empieza a cobrar dimensiones de epidemia global, incluso cuando no hay dinero de por medio: se aplaude al piloto que aterriza un avión, a los nuevos integrantes de una clase de spinning, se aplaude al acabar la clase de spinning (supongo porque no nos hemos ahogado tragándonos la lengua y hemos sido capaces de pedalear cuarenta y cinco minutos sin mearnos encima), se aplaude en las iglesias cuando se casa a unos novios, se aplaude en el cine, en el teatro cuando se hace un chascarrillo especialmente ocurrente, en la ópera casi siempre interrumpiendo y mal (la repetición del último acorde del Simon Boccanegra doy por hecho que no podré oírla nunca sin un estruendo entusiasta de fondo que la ahogue), en las reuniones de trabajo y en esta ovación permanente y atronadora me pregunto por qué aplaudimos todo el tiempo.
Según el diccionario de la Real Academia Española de la lengua, aplaudir es “palmotear en señal de aprobación o entusiasmo”. Recuerden que, durante la enajenación colectiva que supuso el confinamiento, medida que sería declarada ilegal por el Tribunal Constitucional aunque ni usted ni yo hiciésemos nada al conocerse la vergüenza pues a los españoles nos encanta aquello de que nos meen encima y nos digan que llueve, nos asomábamos a la ventana para aplaudir a la nada, con la vecina de enfrente observándonos a una cierta distancia durante el único momento de socialización que teníamos al día. Aplaudir y ovacionar y mostrar entusiasmo. No dejo de decirme que esta enfervorecida sociedad sigue imparable su camino infantilizante, tratando a los adultos como niños, requiriendo constantemente una aprobación sin fisuras, fácil de masticar, sonora, sin dejar espacio a la reflexión previa y necesaria en la que nos preguntemos si realmente ese entusiasmo es sentido o impuesto, quizá fruto de ese horror que llamamos la espontaneidad, pensando que la mejor reacción es la primera cuando la mayor parte de las veces ni a la tercera hemos alcanzado la mejor conclusión posible. Por eso estamos condenados a ver a directivos dando grititos y palmas tratando a sus empleados como mermados mientras cualquier crítica es asfixiada por una ovación unísona, despótica, totalitaria, fatal, festiva. Nos preocupa más quedarnos fuera del delirio colectivo que saber si realmente deseamos formas parte de éste.
Define Mario Vargas Llosa en su ensayo La civilización del espectáculo a ésta como “un mundo donde el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal”. A esto se suma, en nuestro mundo donde tantas veces vivimos hacia los demás (este restaurante es muy instagrameable, en ese bar hay que dejarse ver, aquel destino está muy de moda), la necesidad no solo de ponerse al servicio de la cúspide de nuestra civilización que es el entretenimiento, sino de mostrar a los demás que estamos constantemente entretenidos. He visto no hace mucho a una señora aplaudir y gritar a su propia imagen proyectada en una inmensa pantalla, entusiasmada consigo misma, encantada, maravillada, entretenida, admirada; narcisismo de vuelo bajo. Al final, esto de aplaudir constantemente es algo así como comer con mucha sal y mucho me temo que puede que acabemos con el paladar entumecido, incapaz de distinguir, llegados a un cierto punto, lo que merece ser ovacionado y lo que no. Me gustaría que dejásemos de aplaudir durante una buena temporada, que al finalizar un concierto pudiésemos abandonar la sala en un recogido y reflexivo silencio, una mudez que nos obligara a meditar hasta qué punto lo que hemos visto ha sido excepcional, que en las bodas cobrásemos consciencia del momento trascendente que ese paso supone para los novios, que al aterrizar simplemente diésemos gracias por vivir en unos tiempos en que podemos habitar en Madrid pero ir a Londres un fin de semana a ver El rey Lear, que en spinning claváramos la mirada al frente y sudáramos estoicos, impasibles, silenciosos como samurais haciéndose el seppuku aunque, sabiendo que este nuevo tiempo del silencio no habrá de llegar, déjenme darles un último consejo, una de esas imperativas frases de mi madre que vuelven a mí una y otra vez, marcadas con el fuego de la verdadera autoridad: jamás, bajo ninguna circunstancia, en ningún contexto, participen de la ovación si son ustedes los ovacionados.
😂😂😂😂te superas cada domingo ,es buenisimo ,lo que me he reido!!!! .Sabia tu madre ,converjo totalmente ,hoy en dia se ha descontextualizado el sentido del aplauso ,vivimos en un aplauso constante y agotador ....
👏