Andy Hayler estuvo recientemente por España. Si es usted un ciudadano de a pie, lo más normal es que no sepa quién es Andy Hayler. Crítico gastronómico por cuenta propia que visita la práctica totalidad de las grandes salas del mundo, su reciente visita a España causó revuelo pues este ronin de la gastronomía, al carecer de amo, lleva siempre bien afilada la katana siendo uno de los últimos críticos a los que se puede leer contando con su independencia y honestidad. Nota bene, estoy abierto a ofertas si algún mecenas se presta a mandar mi pluma por las mejores mesas del mundo. Vamos al turrón: el bueno de Andy se planta en Cáceres para comer en el triestrellado Atrio, restaurante conocido entre otras cosas por un sonado caso de robo de botellas de vino que tuvo lugar hace unos años. Mientras Hayler hojeaba la carta de vinos, el chef tuvo a bien sentarse con él y pedir un par de copas de manzanilla para amenizar la espera: una para él y otra para el británico visitante. Al día siguiente, entre las muchas líneas de la abultada cuenta, nuestro héroe halla las dos copas de manzanilla cobradas diligentemente por los cacereños; creyó el británico que estaba huérfana la tierra extremeña de bandoleros y ahí bajó al galope desde los penachos de la sierra de Gata con la navaja amarrada al cincho el Curro Jiménez de la cocina ilustrada.
Como dicen los ingleses, “being cheap has never been sexy”. Tengo un amigo que lo dejó recientemente con la novia. Uno de los causantes de la crisis fue que en una cena con su ex suegro, al llegar la cuenta, el hombre ni acercó la mano a la cartera. Creo que hay pocas cosas en esta vida que digan más de una persona que la forma en que se relaciona con el dinero. Los afectos son una forma de jerarquía y, cuando en medio de la euforia festiva, tras una conversación amena, un momento hilarante, un cruce de miradas, una noche memorable, uno siente la necesidad de sacar la calculadora, hacer números, repasar el debe y el haber, situar las cenas en asientos contables, es que no ha entendido nada. El escrutinio financiero permanente, la búsqueda constante del bienestar pecuniario, es una vileza que empaña la hermosura de la joie de vivre. Teníamos un compañero en un colegio muy pijo que cuando invitaba a la gente a su casa de la playa los padres les pasaban los gastos de la mujer que limpiaba para que los invitados, si así se les puede llamar en tal circunstancia, pagasen a pachas . ¿Puede alguien amar, apreciar realmente la alegría de compartir la vida con los otros, cuando va con los ojos cubiertos por un sucio velo de tacaña ruindad? Hay gente que transita la vida con un “uy qué caro” colgando de la boca como si fuera el cigarrillo de Anacleto agente secreto, un sempiterno Ducados sin filtro que les deja trazas amarillentas de roñosería en el rostro mientras que otros, tantas veces teniendo mucho menos que los anteriores, se comportan con el esplendor elegante de quien pone lo que tiene, lo mucho y lo poco, a disposición de los demás.
Hace tiempo asumí que no moriré rico. Me falta la concentración, la devoción absoluta por la plata que nos exige la acumulación de patrimonio. Me pasa un poco como a Valentino Garavani cuando, entrevistado a la salida de uno de sus últimos desfiles, dijo: “I love beauty, it is not my fault”. Sé que hay una generación de chads kriptobros, buscadores de oro herederos de aquello que en los noventa se llamó los masters of universe de Wall Street. La diferencia es que entonces eran señores engominados con trajes a medida cortados por las mejores manos de Saville Row y ahora son postadolescentes tatuados en camiseta de tirantes o hipsters tardíos con melenilla, ese aire desaseado del pijo barcelonés, sentando cátedra desde podcasts o substacks (se me ocurre, por poner un ejemplo, ese que lleva el nombre de la obra magna de Marx pero con K; ante todo, son muy modernos) cuya obsesión es, como fuera para los alquimistas la búsqueda de la piedra filosofal, encontrar la medida que les permita generar dinero sin dar un palo al agua con alambicadas fórmulas e inversiones exóticas. Yo podría montar una cartera de inversión, pero luego hundo las manos en un jersey de cashmere; doy un sorbo a una copa de Laberdolive; toco los diarios de Gide en edición de la Pleiade; escucho la última grabación que hizo Haitink con la Filarmónica de Berlín, esa sublime séptima de Bruckner en edición limitada estampada en vinilo; enciendo una lámpara Snoopy; veo los nuevos abrigos que ha diseñado Daniel Lee; me entero de que Lise Davidsen va a cantar La dama de picas en Múnich; me paso a ver a mi sastre o se me planta la oportunidad de invitar a los que quiero a tomar un dry martini y pienso que lo de especular con posiciones a corto sobre el mercado de biocombustibles en Ghana puede esperar, que quizá no necesito mucho más que esto, que la ópera en realidad no es cara porque hay pocas cosas que me hagan tan feliz y que, con total afecto y sinceridad, les deseo que lleguen a ese estado en que el dinero les sirva a ustedes y nunca al revés.
Glorioso
Que bueno Nacho ! estoy contigo y con Valentno "I love beauty, it is not my fault"..."ese estado en que el dinero les sirva a ustedes y nunca al revés",que grandes verdades y que bien contadas