Tengo una ex que decía, ignoro si lo seguirá diciendo, que le había jodido la vida. Imagino que no soy el único, aunque en su caso la afirmación respondía a una motivación prosaica: me reprochaba que tras haber descubierto el buen sushi, ese cuyo arroz no es jamás demasiado dulce, servido a temperatura corporal, recubierto por una fina loncha de fresquísimo pescado y que no requiere ser embadurnado en soja pues es servido siempre con el aliño imprescindible en ese ejercicio de simplicidad casi insultante que es la cocina japonesa, era incapaz de volver a disfrutar de las bandejas de sushi de supermercado que había comido en los años anteriores a nuestra breve relación. En esta vida hay caminos que no se pueden desandar y, una vez que hemos pisado las moquetas más gruesas, el pie retiene con memoria indeleble la textura gozosa de las grandes salas para reprocharnos, en adelante, cualquier paso en falso que demos sobre los suelos de linóleo de la última apertura de un grupo gastronómico que nos proponga un tartar de salmón con aguacate y unas croquetas de boletus. El camino de la infelicidad no es otro que el de la comparación constante. Dante nos lo advertía en el canto V del Infierno cuando Francesca da Rimini le decía “No hay mayor dolor que recordar los tiempos felices desde la miseria”. La infelicidad es ese juego de tensiones, ese echar la vista atrás, recuerdo idealizado, revestido con la pátina con que la memoria tiñe sus obras, un vivir en tiempos que ya no son, pero yo desde aquí digo que mayor al dolor del recuerdo de los tiempos felices desde la miseria es el de la miseria vivida en la ignorancia, que más vale un día en el paraíso a cambio del castigo eterno de Francesca, que mejor descorchar una vez la mejor añada de Borgoña que pasar una vida sentado a la mesa con Ramón Bilbao.
La alegría tiene que ser un ejercicio superlativo, fatigante, del que debemos salir exhaustos y satisfechos. Por eso mismo no es la felicidad plato para diario. Jamás podremos apreciar lo extraordinario si lo embadurnamos en el fango cotidiano. Es así como miro con escepticismo las concepciones celestiales cristianas: ¿seré acaso capaz de seguir apreciando lo sublime tras mil años en el seno del Padre? ¿podré vivir con la misma expectación casi infantil con que espero las primeras aves de caza pasado el Glorioso Doce? El ganso asado de Horcher nos gusta por ser el sabor de la Navidad, pero ¿cómo podríamos ser capaces de reconocer su excepcionalidad si nos fuese presentado a diario? Quizá mis placeres son demasiado superficiales, pero no entiendo la felicidad plena sin su necesario contraste con la puerilidad de lo diario. Como lector, he tomado una conciencia más honda de lo que es la literatura y su grandeza leyendo a Federico Moccia, que me ha puesto cara a cara con lo peor que el ser humano puede crear, que con Shakespeare, cuya inmensidad me abruma y eleva pero que de tan inabarcable no me siento capaz de apreciar en su plenitud. Mis comidas más felices suelen ser las escapadas durante una noche entre semana a un gran restaurante. Almorzar en el comedor de la empresa, la pasta blanda, el arroz pasado, las carnes cocinadas en exceso, las salsas pegajosas y, en un brevísimo lapso, ver que la humanidad es perfectamente capaz de una cosa y la contraria, enfrentarme esa misma noche a un goloso risotto en ese punto de cocción que lo ubica entre la ciencia y la alquimia, con unas láminas de trufa blanca desplegándose en su esplendor obsceno a medida que la temperatura del arroz las templa. Quiero decir que es la mediocridad el mejor aliado del hedonismo, el arma última de los estetas, pues nuestra cruzada se libra en el ámbito estrictamente comparativo.
No quiero erigirme en defensor de la infelicidad, pero al menos sí del tedio. Es el telón de fondo necesario para que lo excepcional pueda elevarse con su brillo singular, el muro pintado en una tonalidad gris para poder exponer los Vermeer en toda su gloria cromática. Es el contraste entre lo banal y lo sublime lo que nos empuja en esa pugna eterna, el combustible para perseverar en la senda hacia lo inefable. A pesar de lo contradictorio, es la mediocridad mi aliada sutil, musa espléndida, que me invita a destruirla de una forma cada vez más ambiciosa e imaginativa. En las peores semanas organizo los mejores momentos, demiurgo de una promesa de gozo futura que se convierte en presente a fuerza de anticipación. Agucemos los sentidos, paladeemos el hastío, es la fórmula más exitosa para el disfrute de lo excelso.
Me quedo con la frase: En las peores semanas organizo los mejores momentos, ...
Atómico !