“Así no se come el sushi”, “Llevas toda la vida pelando mal las mandarinas”, “Todo lo que no debes hacer cuando visites Roma”, “Tres secretos que te mostrarán que no sabes hacer la cama”, … Qué fatiga, imagino que también usted lo ha visto. Ahora parece que se ha calmado un poco el tema, pero la dictadura del clickbait, la misma que ha transformado tantos medios que en la época en que nos manchábamos los dedos de tinta eran respetables en tabloides, nos ha traído una categoría nueva y bajuna del periodismo que consiste en explicarnos lo que siempre había parecido evidente, diseccionándolo para así señalar posibles errores de ejecución. Tras leer el artículo, uno se pregunta qué más le dará al redactor cómo doblemos los calcetines, pero en realidad su trabajo ya está hecho pues una vez hemos accedido el diario ya ha cobrado sus seis peniques. Es una categoría que se filtra por la brecha de las inseguridades que a todos asolan. Aparece en nuestra pantalla “Diez razones por las que usted no tiene ni idea de preparar café” y ya se nos va la mirada tímida, soslayada, hacia la máquina que reposa sobre la encimera de la cocina. Al final uno sale del portal de casa acongojado, preguntándose cómo es posible haber llegado vivo y relativamente intacto hasta aquí sin haber hecho jamás algo bien. Como todo, y cada vez con mayor velocidad, la tendencia de meternos el dedo en el ojo, de señalar nuestras domésticas fallas, se ha ido fatigando, quizá empachada de sí misma, y llegados ya a un punto en que los titulares parecían una caricatura de sí mismos, han ido desapareciendo. Sin embargo, sobre ese mismo principio se erige una nueva e igualmente sórdida tendencia que veo pasar a menudo también por esta nuestra red social: la bondadosa, la inmaculada, la algo cursi Substack.
Recientemente vi una nota que citaba a Anthony Bourdain explicando cómo hay que visitar París. Teniendo en cuenta que se suicidó en un hotel de Alsacia, no sé hasta qué punto Bourdain es la persona correcta para elegir como gurú que nos diga qué hay que hacer cuando uno va de viaje. En París y sus alrededores vivimos más de siete millones de personas. El que le escribe lo hace en este momento, la mañana del viernes, desde su casa porque alguien ha encontrado un obús de la Segunda Guerra Mundial, una munición que en su día no estalló, sobre las vías de la Gare du Nord (ya sería mala suerte, casi un siglo después, que nos explotase a nosotros, aunque algo de poético tiene pensar que llevamos todo este tiempo circulando sobre bombas a punto de estallar), con lo que todos los trenes que salían para Londres están siendo cancelados. Ya veremos si llego a ver La Gaviota de Chejov con Cate Blanchett en el Barbican. ¿Qué le quiero decir con esto? Que si usted me pide que le dé algunos consejos cuando venga a París, se los daré, pero jamás se me ocurriría sentar cátedra como hacen tantos correligionarios sobre lo que se debe o no se debe hacer para visitar bien esta ciudad. Si me pregunta, le diré que me parece una pésima idea subir a la Torre Eiffel o tomarse un selfie frente a la Mona Lisa, que los impresionistas me aburren, que pasear por Le Marais es un suplicio, que no le aconsejo llevar una boina roja, pero al fin de cuentas esto no deja de ser la opinión de este pobre oficinista que adora escribir algo enojado. Cuando voy donde Jacqueline, a veces doy un paseo y paso por delante del Moulin Rouge. Veo a la gente feliz haciendo fotografías, como les veo también satisfechos esperando pacientemente en la calle para comprar unos zapatos que podrían encontrar en cualquier otro lugar del mundo o tomando una botella de Perrier a diez euros en los Campos Elíseos. Nada de todo esto se ajusta a mi forma de entender la vida y el mundo, pero visiblemente sí se adapta a la de ellos. La fórmula de lo que satisface a cada uno es tan abstracta, que querer escribir lo que puede hacer feliz a los otros es en el mejor de los casos un ejercicio osado y en el peor un acto pretencioso.
La felicidad es algo tan frágil, un concepto inasible, imposible de describir, complicado de imaginar, que si usted, por algún azar del destino, por fortuna o providencia, la encuentra, no haga caso a nadie, pare de leer, deje el teléfono, desconecte internet, haga saltar los plomos, cierre el libro, pose el vaso, apegue el cigarrillo y sígala, corra, da igual dónde sea, ni cómo, ni con quién: si se la cruza en un KFC, le invito a que la devore; si está en una discoteca a las cinco de la mañana, que la baile; si la intuye en un Primark, que la siga, porque está usted ante uno de esos momentos extraordinarios y lo peor que podría hacer es dejarse juzgar por algún juntaletras buscando el enésimo like. ¿Cómo va a equivocarse quien disfruta? Mire, para mí la felicidad puede ser pasar seis horas viendo Los maestros cantores de Nuremberg en Bayreuth, a treinta y cinco grados a la sombra, con mi esmoquin, para bajar después andando la verde colina hasta el centro histórico y, física y emocionalmente agotado, sentarme en la terraza de Oskar y tomarme un litro de cerveza oscura mientras como una bandeja de salchichas intentando comprender por qué a día de hoy llegamos peregrinos venidos desde Osaka hasta Montevideo para ver la obra de un alemán que lleva casi dos siglos bajo tierra. Sin embargo, a mí me ha llevado toda una vida conjurar los elementos que me han traído hasta esta fórmula que, si bien es válida hoy, quién sabe si lo será mañana, una fórmula que sería la perfecta descripción del infierno para tantos otros que no están ni más ni menos equivocados que yo. Por eso mismo, aunque me horroricen los free tours integrados por hombres con mariconera, gente con gorra y su dechado de preguntas tontas (sí, existen las preguntas tontas); a pesar de la angustia que me produce ver lo mal que come la gente, esas terrazas en las zonas turísticas, pasar junto a sus mesas y observar es asomarse a los abismos del averno gastronómico, quién soy yo para afirmar si la felicidad es escribir en un café, salir a correr a las cinco de la mañana, tomar una cerveza con amigos, ver películas de Rohmer o hacer colchas en patchwork mientras suena Billy Joel. Igual ando algo más sobrio porque estamos en Cuaresma. Nos dijo el sacerdote el domingo pasado que Dios no nos ha dado las herramientas para juzgar; quizá tampoco las tengamos para aleccionar, aunque puede que algún domingo desde aquí le haya podido dar esa impresión.
He disfrutado leyéndote. Hay que salir de la manada.
Todos, como humanos, somos inestables y contradictorios, solo en algo somos iguales y constantes y es en la búsqueda de la FELICIDAD, tu articulo es una ayuda para entenderlo algo mejor. Gracias.