Escribía Julian Barnes en la introducción a su brillante El hombre de la bata roja que en Francia se mofaban del entonces Príncipe de Gales porque su amante era más vieja y fea que su mujer. Para mí es difícil encontrar un mayor elogio para su majestad el rey Carlos III. Qué vulgar sería elegir en base a lo que resulta evidente. Frente al glamour pop de Diana, con su media melena, la moda francesa, la delgadez y esa sonrisa que dedicaba tan solo a los de fuera, apreciamos en Carlos un sentido del humor y una capacidad de amar más profunda que se manifiesta en la clara complicidad que muestra en cada acto público junto a Camila. Mientras Diana galopaba a lomos del kitsch global recogiendo minas en Bosnia por la mañana para cenar con Al-Fayed en el Ritz por la noche, los compromisos de Carlos han sido siempre silentes sin permitir, como enseña el Evangelio de Mateo, que su mano izquierda supiera lo que hacía la derecha. Ecologista cuando esta palabra todavía no había sido vaciada de significado, su compromiso con el ducado de Cornualles es prueba inequívoca de que, como dicen los ingleses, hay que poner el dinero donde ponemos la boca, en lugar de poner la boca donde nos dan dinero de la manita de Elton John. Es lógico que en el imaginario popular triunfase el llamado Team Diana: la princesa de Gales era Instagram antes de Instagram, pulsando las mismas teclas, abanderando siempre causas que nada le costaban, permitiendo que una señora sentada en su sofá en Leeds se sintiese mejor persona durante unos instantes mientras veía una gala benéfica para la que ni ella ni la embajadora en cuestión tendrían que poner ni un céntimo: máximo compromiso con el mínimo sacrificio. Diana es el héroe insustancial que todos amamos, más teniendo en cuenta un final que por trágico no deja de ser accidental pero convenientemente ambiguo para poder así construir una teoría conspiratoria o, simplemente, culpar a los medios a los que se entregó irresponsablemente pensando que iba a ser más lista que nadie, que sabría cabalgar un tigre, que podría devolver la pasta de dientes al tubo. Hoy, su hermano mendiga a la casa real subvenciones para mantener su panteón, el memorial que él mismo se encargó de conservar en el jardín de la casa familiar de los Spencer con la ambición de convertirlo en atracción turística. De hecho, los dianistas pueden pasearse por los jardines, apreciar el lugar de descanso eterno de la princesa del pueblo (Belén Esteban no, la otra) desde una distancia prudencial y depositar flores en un lugar pensado para ello por el módico precio de veinte libras esterlinas o, si desean visitar también la casa, 27£.
Ante el esperpento, ese coloso de papel couché, el rey Carlos III es un refugio balsámico para todos los que frente a la idea de ver a Zucchero, los Beach Boys, Niña Pastori y un coro de niños huérfanos de Rodesia cantando “We are the world” preferimos la sobriedad de las misas de Byrd, una barrera de misteriosa sensualidad frente a la obscena pornografía populista bañada de arrope. La sensibilidad del rey Carlos es patente desde su infancia: jamás se adaptó al rigor espartano de Gordonstoun y su madre, con buen criterio, le confortó con el humanismo etoniano, enfrentándose a una visión de la paternidad abusiva y despótica, de las que creen que el dolor físico ayuda a curtir el carácter, como si realmente lo que necesitásemos fuera gente menos amable, empática o considerada. Así transitó hacia ese carácter introvertido que encontró consuelo en la botánica, la música, la literatura o, incluso, el buen urbanismo, como demuestra la ciudad de Poundbury, inspirada en su obra Una visión de Gran Bretaña. El futuro monarca pasaría de bañarse en el agua helada del río a aprender a interpretar el piano, la trompeta y el violonchelo. Por vez primera en más de un siglo, el trono de Inglaterra será ocupado por un genuino amante de la música clásica, como bien nos recuerda Damian Thompson en su reciente artículo publicado en The Spectator. Su Majestad es amigo de Sir John Eliot Gardiner, uno de los directores preeminentes de nuestros tiempos o, como tituló un periódico sensacionalista, el granjero que dirigiría durante la ceremonia de coronación de forma magistral piezas de Bach y Bruckner. Al antiguo príncipe de Gales le debemos la recuperación de una sensibilidad por la música que se había perdido con los Windsor pero que permitiera a Gloriana encargar composiciones al siempre excelso William Byrd, a pesar de que este no había abandonado la casa de Pedro para sumarse a la Iglesia de Inglaterra. Todo esto, junto con su promesa de abrir al público algunas de las residencias reales, invita a pensar que en Carlos III hallaremos al rey instruido dedicado a las reformas de calado desde una tranquilidad aparente.
Por todo lo expuesto, me turba escuchar que Carlos tendría que haber renunciado a la corona, dejando paso a su hijo, como si los bizarros no tuviésemos derecho a las más altas instancias, en esa obsesión por apartar lo extraño de la vista asegurando el remanso de la normalidad, el aburrimiento donde a todos gusta mecer su existencia insípida y lisa. Si bien es cierto que Guillermo y Catalina nos deslumbran con el brillo chispeante de la juventud, en la mirada de este septuagenario encontramos la tenue y reconfortante luz de la sabiduría. El triunfo del rey Carlos es el de los trajes con parches de Anderson & Sheppard o los zapatos remendados del Lobb bueno, el de Saint James, frente a la superficial extravagancia que pasea sobre alfombras rojas bajo el blanco brillo de los flashes. Carlos es el rey de los niños raros, el monarca de aquellos cuyos gustos salen de las convenciones, el soberano de los que leen en silencio con un lápiz en la mano, el primus inter pares de todos a los que se nos saltan las lágrimas durante un concierto. En Carlos no encontraremos el carisma de su madre ni la donosura de su tío abuelo, es seguro que no reinará con el esplendor de Victoria ni con la insurrección de Enrique VIII, pero sí esperamos de él la ternura de quien frente al atronador ruido de lo que la gente quiere sabrá escuchar lo que en realidad necesitan, que rara vez son la misma y sola cosa.
Fantástico! Espero pronto un segundo artículo del Rey Carlos
Cómo haces cambiar la visión que uno tiene de una persona, influenciado por los tan influyentes medios de comunicación.
A partir de ahora, creo que lo veré de otra forma.