Es difícil encontrar el sentido de la vida los domingos por la tarde. Todas las perezas van a morir en ese momento en que la semana se desparrama agonizante, hogar de todas las procrastinaciones. Nada empieza un domingo por la tarde, instante tonto en que es demasiado tarde para vencer y demasiado pronto para morir, es ese amigo al que sigues queriendo sin saber muy bien por qué, el que nunca tiene nada interesante que contar, al que nunca le pasa nada, cuya presencia es puro relleno, habitante perenne de un sempiterno eclipse de la belleza. Horas finales del postrer día, el aliento llega ya fatigado de defender imposibles ante un PowerPoint, la garganta desvencijada de cantar ensoñaciones que no habrán de ver la luz. Son esas tardes a las que condenamos con siestas largas tras comidas copiosas, esperando que pasen inofensivas, prisioneras de nuestra inconsciencia onírica, para despertarnos ya a las puertas de la cena. Será la mañana del lunes la que nos señale con su dedo acusador, recordándonos todas las cosas que podríamos haber hecho en ese tiempo absurdo: páginas que quedaron sin leer, música sin escuchar, películas sin ver, coladas sin poner, novelas sin escribir. Tuve sin embargo el domingo pasado un momento que de tan brillante dudo que saliera de mi frente siempre ligera y, cuando cruzaba el puente de la Concordia, sostenido por las piedras que antaño fueran muros de la Bastilla, mis pasos cobraron una ilusión adolescente y me dirigí hacia el Ritz con una convicción que no experimentaba desde la primera vez que leyera Tu Rostro Mañana. Cuando todos los demás habían orillado sus esperanzas, la mía resucitó como Cristo al tercer día: iba a liberar el Hemingway.
Me aventuré con zozobra por los largos pasillos que salen de la Place Vendôme, adentrándome en las entrañas del más insigne hotel de París: tras de mí, la columna hecha a imagen de la de Trajano coronada por el pequeño emperador francés forjada con cañones austríacos; sobre mí, decenas de americanos gastando el equivalente del producto interior bruto de un país pequeño en pasar unos días en la ciudad de la luz, del amor, de Emily y de Coco; ante mí, la inquietud de no saber si debería esperar pacientemente mi turno junto a esas criaturas extrañas que el fenómeno del turismo global ha convertido en cohabitantes de la ciudad tan propios de ésta como las palomas, las ratas o los vendedores de souvenirs. Sin embargo, incluso ellos habían desistido en un momento tan inusual: quizá estarían tomando sus vuelos de regreso a Atlanta, quizá metiendo las New Balance en la maleta desde su casa en las afueras de Denver, así que de estas suertes provisto me senté, sintiéndome ya en casa, la mirada puesta en la Ítaca que no había pisado desde que me instalara hace un par de años en la capital francesa, pronto para ese momento en que la vida de tan hermosa se nos antoja líquida. Este soplo de primavera en lo que ya era el invierno de mi semana fue una invitación para afilar esas últimas horas, extraerles hasta la gota final que duerme rezagada en su lecho de cristal, tornar el tedio en refugio ante la amenaza del despertador que se iba perfilando en el horizonte. La victoria fue tan sorpresiva que estuve dispuesto a saltarme la regla de la que hace no mucho hablaba y me acabé tomando tres martinis: un Vesper, por la elegancia; un Clean Dirty, por la opulencia; y un Dry, por la intemporalidad.
Lo único que ahora pido a las tardes del domingo es que me brinden los momentos más mágicos, dejar morir los minutos entre muros panelados, tus pasos amortiguados por la moqueta, viéndote levitar, suspendida sobre los sueños que esta semana no verán la luz. Enjugar las lágrimas en las pequeñas servilletas de hilo, refrescar los acaloramientos pasados en las pequeñas copas de agua con hielo que nos esperan gemelas, ahogar las frustraciones en mezclas que nos llaman desde tiempos en que la vida parecía más sencilla, susurrar las conversaciones, apercibir en los momentos de silencio las notas que salen del piano de Bill Evans, dejarse llevar a la deriva por este vergel estético que ha nacido sobre un terreno en el que nada brota, esbozar la última sonrisa y, ahíto de todo lo que es bueno y hermoso, pisar de nuevo el pavimento, volar en un taxi a casa y decir que mañana será otro día, que el fin del mundo nos pille bailando y que el lunes por la mañana quedarán unas horas menos para que retorne ese domingo evanescente en el que nos sentaremos de nuevo frente a la mesa que, como en el Salmo, Dios pone ante nuestros enemigos. Creo que hoy volveré.
Bravo !! Cada domingo te superas Nacho !
Ya no pasan los domingos sin martinis
Me ha encantado !!
Excelente!
Frase para la posteridad “tres martinis: un Vesper, por la elegancia; un Clean Dirty, por la opulencia; y un Dry, por la intemporalidad.”
New habits para la creatividad?
Felices domingos🍸