Siempre he estado obsesionado con la muerte. Nunca he tenido una fe lo suficientemente sólida como para no sentir el miedo al vacío, consolarme pensando que cuando llegue el momento mi alma ascenderá volando en espirales acompañada por los ángeles y los arcángeles, que Pedro abrirá las puertas, que veré a los Tronos, escucharé cantar a los Serafines, que viviré por la eternidad reunido de nuevo con los míos en la presencia del amor infinito del Padre, que comeré becadas sentado en la mesa del Creador y que beberemos todos los días las mejores añadas de Petrus, que las tardes quedarán bañadas por la luz dorada de las últimas horas de los días de verano, que no habrá libros malos ni el consejo de ministros reformará dos veces la misma ley en un mismo día creando el caos jurídico. O que, en su defecto, descenderé al infierno donde me sentarán a comer tostadas de aguacate, escuchando podcast de autoayuda, en un perpetuo concierto de Coldplay tocando en bucle Paradise, rodeado de gente en Birkenstock que asegura querer ser la mejor versión de ellos mismos, estirados en esterillas haciendo burpees, mientras una señora en un holgado vestido que seguramente haya comprado en el mercadillo de Cadaqués aunque lo hayan cosido unos pobres niños en Bangladesh me grita que si uso una pajita de plástico la temperatura de la tierra subirá hasta tal punto que tomaremos los Dry Martinis siempre calientes. Incluso esta visión terrible me sigue pareciendo un mayor consuelo que el vacío absoluto, lo que Enríquez plasmaba con crudeza en “Bajar es lo peor” cuando uno de sus personajes decía: “Morir no es dormir, nena; es no ser. Y eso es algo demasiado enorme como para que te lo puedas imaginar.”
Cuando era pequeño recuerdo sentir ese vértigo horrible y lo recuerdo con gran nitidez porque lo sigo sintiendo hoy. Nietzsche decía que si miras al vacío él mirará dentro de ti y así voy pasando los días, asomándome al frío absoluto y dejando que él hurgue en mí, con el tiempo impasible y cruel que se me lleva como a una hoja seca, sabedor de que el tiempo desconoce mi nombre, no siente mi peso, ignorante de todo aquello que haya hecho que alguien en algún momento pueda quererme. Durante este trayecto, este arrastre inmutable, pienso qué gris condición la nuestra. Si la vida no fuese de por sí suficiente, vivir con la consciencia de su finitud. Severo castigo. El protagonista de la novela de Weiss “El aristócrata” afirma: “una vida bajo el constante poder de la muerte no es propiamente una vida. Quieres liberarte. Quieres olvidarte de la muerte”. Él envidia a los animales en su ignorancia. Pero también es la consciencia de nuestra finitud la que nos empuja a construir los más hermosos consuelos. Sin este conocimiento infausto difícilmente tendríamos el opus musical de Beethoven, la pintura de Caravaggio, las tragedias de Shakespeare o las novelas de Marías. En realidad, la historia del arte, su médula, podría resumirse en el esfuerzo permanente por ir tejiendo un denso velo que tape ese negro agujero que ninguno queremos ver.
Por eso, cuando conocí la muerte de Fernando Sánchez Dragó el lunes de Pascua, sentí el consuelo de que si pudiese elegir, me gustaría morirme así, tozudamente en pie, ágil, en una sorprendente plenitud física para una persona ya adentrada en el invierno de sus días. Despertarme una mañana, sacarme una foto con mi gato, seguramente habiendo escrito algo el día anterior, dado un paseo, hecho el amor, jugado con los hijos que no tengo, desayunado, quizá hojeado la prensa matinal y, pensando en qué voy a comer, que un helador abrazo se me lleve de golpe, que me fulmine, caerme sobre la alfombra, sin tiempo para pensar, y que se me nuble la vista, igual escuchar mi nombre una última vez brotando de la voz alarmada de un ser querido y ahí, sabiéndome pleno, dejarme ir. No tener tiempo para el miedo, para hacer balance, para pedir disculpas, para reclamar nada. Simplemente deshacerme, morir de pie, la mano buscando un último apoyo, quizá sonreiría, “con que es así, has venido, pues vámonos que empieza a ser tarde y esta gente tendrá otras cosas que hacer”. La despreocupación de no tener que llamar para cancelar la mesa del restaurante en el que ya no comerás, ni disculparte con ese amigo al que hace demasiado tiempo que no llamas, no sufrir pensando si el Madrid ganará la decimoquinta, si Morante abrirá la Puerta del Príncipe, si Heras Casado triunfará en Bayreuth o si esa voz dorada de la Davidsen nos durará muchos años. Simplemente, una voz que me llame en la distancia que se acrecienta: “¿Nacho? ¿Nacho? ¿Estás bien?”.
De acuerdo con lo de la manera de morir de Sanchez Drago, pero con mada mas del personaje
“… y llamó a aquella tierra
la Siempre Dulce, la Bien Emplazada.
Y la palpaba a través de los pies de..”
En algún momento coincidiríamos agarrados a los pies de (por ejemplo por ejemplo… ……Chopin”