Cuando en la mirada de uno leen los otros su pesar, suelen apiadarse de él. Supongo que es lo que hizo anteayer la azafata de Air France que me dio dos magdalenas en lugar de la solitaria pieza de bollería envuelta en plástico que correspondía a mi billete en turista, asiento veinticinco ce.
Leí hace unos días en El País que Josabel Belliure trabaja en Decepción. Ahí me he mudado yo de un tiempo a esta parte, aunque no a la isla de la Antártida, usted ya me entiende. Dicen los psicólogos que todas las emociones son importantes y hay que sentirlas. Por lo visto, la tristeza es una forma de valorar lo que tenemos y tememos perder o simplemente se evapora. La imaginación, característica muy humana, demasiado humana, alimenta el sentimiento y le da otra dimensión, porque las más de las veces no lloramos por lo sucedido, que pertenece ahora al recuerdo, como ya sabe usted gestionado en gran medida por la imaginación, algo que ha sido ampliamente explorado por Julián Barnes en novelas como la brillantísima El sentido de un final, sino por lo que ya no sucederá.
Ante la muerte o la ruptura, lo que se nos va no es lo ya vivido, que permanecerá siempre ahí, en esa nada donde se almacena el tiempo que pasó, sino lo que ya no viviremos, las mesas que no compartiremos, los paseos que quedarán sin compartir, las manos que no tocaremos más o las conversaciones que nunca tendrán lugar. Lloramos a los hijos que no tuvimos, las casas en las que no vivimos y los jardines que no cuidamos. Por eso, volviendo a lo de los psicólogos, quizá los que más valoramos no es lo que tenemos o hemos tenido, sino lo que pensábamos que íbamos a tener. Ahí es donde se nos descose el alma.
Rara es la potencia de lo soñado, que cobra importancia superior a lo real, a lo ya experimentado o padecido o disfrutado, pues el recuerdo no podemos perderlo (en realidad lo manosearemos hasta que se desdibuje y poco o nada tenga que ver con el hecho al que va asociado), pero la posibilidad de lo imaginado sí, teniendo la certeza de lo ficticio, sin haber sido fisurado por la realidad. Por eso cuando se nos va alguien nos deja lo pasado, pero nos priva de lo venidero, de las posibles alegrías futuras, y esa pérdida es mayor que cualquier otra. No sabemos contentarnos con el pasado porque éste, simplemente, no existe. Si Wilde decía que únicamente recordamos aquello que nunca sucedió, podríamos parafrasearle diciendo que únicamente lloramos aquello que no sucederá.
A veces quisiera dejar de imaginar, de proyectar, de construir sobre arena para ahorrarme el dolor de ver cómo todo se hunde después. Sin embargo, al caminar entre las ruinas, de vez en cuando veo algo por el suelo, algún resto, un recuerdo de lo que no será, y me digo que quizá valió la pena. Al fin y al cabo, el camino de los cristianos es el de la esperanza, y por eso espero.
Ya que citas a my dear Wilde, te devuelvo otra suya. No hace falta que le diga que Wilde siempre tiene razón.
“Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo."
Imaginar, sufrir, esperar -y desesperar-… también es vivir.
Un abrazo.
Qué preciosidad. Los cristianos no tenemos garantías, tenemos fe. Y sobre la fe construimos. Por otro lado, nunca entendí la mala prensa de los castillos de arena, si bien el mar se los lleva, fuimos felices poniéndolos en pie. Mejor eso que no haberlos ni imaginado. Un fuerte abrazo