Virtue signalling es una expresión anglosajona que, traducida al español, según la Wikipedia, sería “alardeo moral”. Puede que se trate de una de las expresiones que con mayor acierto representa una de las plagas del siglo XXI, aunque no es nueva. Cristo nos alertaba contra los Fariseos; contra algunos cristianos nos alertamos nosotros mismos. Sin embargo, a medida que la religión se desplaza hacia las lindes de nuestro mundo, la moral atea ha dado lugar a expresiones igual de obscenas pero incluso más ridículas, Savonarolas de tofu, Torquemadas de ocasión. Por ese mismo motivo, por estos nuevos moralistas que por no tener no tienen ni estudios en teología, necesitamos el neologismo anglosajón. Si usted ahora mismo no puede imaginar en qué consiste exactamente, piense en el amigo vegetariano, sí, en ese mismo, el que sabe con precisión cuántos litros de agua son necesarios para producir un kilo de ternera, el que vive preocupado por la calidad de vida de las gallinas ponedoras o, si tiene la suerte de que le haya tocado el bingo, el vegano que dice que la apicultura es la explotación de las abejas, afirmando esto mientras viste con desparpajo su total look fast fashion, más atento a los derechos de los pequeños insectos libadores que los de sus congéneres. Lo último en esto del virtue signalling son los que alardean de haber dejado las redes sociales, comunicándolo precisamente en redes sociales, porque la coherencia (junto con, entre otros, la inteligencia) es uno de esos valores que cotizan a la baja. Son para la nueva generación como los que afirmaban en la anterior que no veían Gran Hermano. Si los catalanes gustamos a Rajoy por ser gente que hace cosas, los del virtue signalling se definen por las cosas que no hacen, que no quieren hacer y, sobre todo, que no dejan hacer. Abandonan Twitter para combatir el fascismo; Instagram, para terminar con la superficialidad. A mí me parece bien tanto una cosa como la contraria, pero no veo interés en que me lo cuenten. Por mi trabajo, debo mantener las cuentas de algunas plataformas abiertas, aunque me cause una náusea estética ver a gente que transita hacia influencer grabándose en su casa mientras mete jengibre con espinacas en la licuadora o anda tirado por el suelo con una goma atándole las piernas mientras sigue a la Eva Nasarre de nuestro tiempo dándole instrucciones desde el televisor de cincuenta pulgadas de una marca coreana adquirido en línea en el Black Friday de unos grandes almacenes desde su puesto de trabajo mientras apuraba un café con leche de soja ya frío y respondía a un mail del jefe de su jefe.
Sin embargo, siendo todas las redes trocitos de infierno, hay una que a mi entender se lleva la palma, pero de la que nadie sale: LinkedIn. Es el epítome de una cultura del trabajo en que no triunfan los buenos, sino los ambiciosos. Muy rara vez he visto a esos compañeros a los que admiro, brillantes, trabajadores, creativos, solidarios, empáticos, alardear de nada en esa fosa séptica en línea. ¿Sabe usted por qué? Porque están trabajando y, cuando no, están tomando una cerveza con sus amigos, comiendo con su familia, visitando una exposición, en el cine o en el teatro, llamando por teléfono a su abuela o leyendo un libro, porque las personas excelentes lo son tanto en el ámbito público como en el privado, porque en la vida corporativa no se puede separar la obra del artista. Sí he visto, sin embargo, a los pelotas de turno, los que pasan más tiempo tomando café con los de arriba que ayudando a los de abajo, los fuertes con los débiles y débiles con los fuertes, los que no saludan a los becarios, los que maltratan a los proveedores, los que copian más que inventan, los que suben fotografías cenando con directivos un martes, poner miserables textos que describen perfectamente lo que no son, otorgándose el mérito exclusivo de proyectos en los que en realidad han participado decenas de personas, felicitando en la plaza pública a quienes pueden tener la llave de su futuro mientras han sido incapaces de mandar un mail al pobre muchacho de logística que les ayudó a que todo saliera a tiempo diciendo un mísero “gracias”. Esta gente ha existido siempre, pero ahora su mezquindad cuenta con luces y taquígrafos, estamos obligados a verlos incluso en las pantallas de nuestros teléfonos móviles, son los bufones de la corte más cruel y de los demás se espera que hagamos un corro a su alrededor mientras damos palmas. Qué quiere que le diga, a mí se me han quitado las ganas de aplaudir.
En tiempos de las Cruzadas, en el año 1165, Manuel I Comneno, Porphyrogennetos, emperador de Bizancio, recibió una extraña carta firmada por un tal Juan, Soberano Cristiano y Señor de Señores. En ella afirmaba que existía más allá de Oriente un reino cristiano, aislado del resto del mundo, que se regía por la senda de la cruz, un lugar lleno de riquezas, misiva escrita desde un palacio ornamentado ricamente con gemas y metales preciosos. La carta alcanzó tal popularidad que el Papa Alejandro III le envió una respuesta. Los portugueses creyeron encontrar ese reino en Etiopía cuando iniciaron las grandes exploraciones, imperio gobernado por los descendientes de la Reina de Saba, autora según algunos exégetas del Cantar de los Cantares. No se asuste, no pienso irme a Etiopía, la cosa anda bastante complicada por ahí. Lo que yo espero es que un día me llegue un mail o, mejor incluso, un fax, una carta, una nota posada en mi cubículo de la oficina, con la promesa de una tierra más allá de la bruma digital en que no exista LinkedIn, un lugar donde la meritocracia todavía sea posible, donde a los aduladores se les ate a la máquina de café para que la gente les arroje el pan duro de la cantina, en que el trabajo se valore por estrictamente lo que es y no por lo que algunos cuentan, en que se mire con ternura al trabajador algo más tímido que no se atreve a participar en las reuniones, en que volvamos a darnos las gracias y las buenas tardes. Me gustaría responder a esa carta y embarcarme hacia ese lugar como en esas películas de ciencia ficción en que abandonan un planeta podrido hasta las trancas, infestado de alienígenas feísimos que encarnan todos los males, echar un último vistazo por la ventanilla acomodado ya en la nave espacial que nos salve antes de que se produzca una explosión mayúscula, hollywoodiense, y sentarme tranquilamente en la cafetería galáctica mientras me tomo un café solo y hojeo las Meditaciones de San Agustín.
Hasta que llegue esa carta, que dudo jamás reciba, me gustaría recordarle una canción de Luis Eduardo Aute, el más poeta de nuestros cantautores: La belleza. Luis Eduardo decía que eran como reptiles al acecho de la presa, negociando en cada mesa maquillajes de ocasión. Lo que le comentaba yo antes él lo frasea con mayor elegancia: “antes iban de profetas y ahora el éxito es su meta”, sigue también Aute “mercaderes, traficantes, más que náusea dan tristeza”. Esta canción la escribió antes de la existencia de las redes sociales, pero la estaba escuchando mientras me afeitaba y me ha parecido que venía como anillo al dedo a esta misiva que le mando hoy. Dejaré que sea también el cantante quien concluya: “Reivindico el espejismo de intentar ser uno mismo, ese viaje hacia la nada que consiste en la certeza de encontrar en tu mirada la belleza”.
Yo uso LinkedIn para cotillear del porvenir de mis congéneres. Lo confieso- más de una vez he entrado a mirar y encontrarme que Fulanito ostenta el título de jefe y pensar “pues se han cubierto de gloria los del Matalascañas General Hospital”.
Soy muy mezquina, Ignacio, lo reconozco, pero luego hago unos chistes al respecto que son el deleite de mi marido cuando tenemos nanny y nos vamos a cenar los viernes por la noche.
Mi padre era obrero en un taller auxiliar de fundición y el peor insulto que podía decir de un compañero era: ese es un pelota. Ese odio está muy arraigado en mi. Nada peor que un pelota.