Hoy, a media hora de que saliera el texto de esta semana, me han anunciado la muerte de mi librera y amiga Montse Serrano. A pesar de haber vivido más de veinticinco años en Barcelona, no descubrí la librería +Bernat hasta creo recordar el año diecinueve, en que ya me encontraba instalado en Madrid. Mi hermana, también Montse, me regaló un libro comprado en el puesto que montaban por Sant Jordi y me dijo que tendría que pasarme por la librería porque me iba a gustar. Estaba yo en mi época Vila-Matiana, que todavía hoy dura. Como usted habrá comprendido, soy una persona bastante obsesiva. Llegué a soñar que conocía al autor de Bartleby y compañía junto a una mesa de novedades, y algo de premonitorio tuvo porque esa mesa atestada de libros fue la de la Bernat, junto a la que pasó el autor vestido con un abrigo largo. Salí triunfante con mi ejemplar de Mac y su contratiempo firmado bajo el brazo y desde entonces me convertí en un asiduo de esa casa pues, como la propia Montse dijo en el título de su libro autobiográfico, todo pasa en la calle Buenos Aires. Desde entonces, cada vez que he visitado Barcelona, la Bernat se ha convertido en el refugio al que huyo para esconderme del mundo y de los agobios que me causan sus gentes, y me solía sentar en la mesa del fondo, junto a una librera que terminó por ser amiga, a veces para tomar el aperitivo, otras para merendar, en alguna ocasión para comer o, las más de las veces, simplemente para charlar un rato.
Creo que le divertía verme trajinar primero entre Barcelona y Madrid y, posteriormente, París, con bolsas llenas de libros, preguntándome si no encontraba librerías que me gustasen en esas ciudades, y la verdad es que no, porque en ninguna otra estaba Montse Serrano. Cualquiera que haya quedado conmigo en Barcelona, probablemente me habrá visto llegar con una bolsita de papel marrón con el logo +Bernat, una especie de extensión de mi brazo cuando estoy en la Ciudad Condal (a veces he salido de la librería con objetos más aparatosos, como la pancarta de cartón que hizo Alfaguara tras la muerte de Javier Marías, que me llevé debajo del brazo por la Avenida Sarriá y que decora mi dormitorio). Mi pasión por la lectura se juntaba con mi pasión por mi librera, con lo que ya era imposible, incluso para mí mismo, saber si compraba los libros por gusto o por disimular mis reiteradas visitas, algo que generó un cierto recelo en mi señora madre que se preguntaba si iba a Barcelona para verla a ella o a Montse. En su casa, en la librería, descubrí a autores que ahora me resultan imprescindibles, como Carrère, Vuillard o Juan Gabriel Vásquez. A Montse le agradezco también el haberme demostrado que lo posible es algo que en cierta medida nos corresponde a nosotros definir, como demostraba ella cada semana en una librería de barrio que parecía (y parece) ser uno de los grandes centros culturales de Cataluña, una mujer que se dijo a sí misma que si explorar el mundo le iba a resultar complicado, ya se encargaría ella de abarcarlo entero en una librería que ocupa en parte el antiguo local de un Sex Shop, fenómeno catalogado por ella, y nada nos invita a pensar lo contrario, como único en el mundo: la victoria de la literatura sobre la pornografía. En el año veintidós, cuando yo pasaba por una etapa laboral agria, mientras en la terraza de la oficina se consumía un Dunhill entre mis dedos, sonó el teléfono. Montse me dijo que por qué no iba con ella a la Feria del Libro de Frankfurt. A los quince minutos, ya había comprado los billetes porque con Montse me hubiese ido a buscar las fuentes del Nilo, porque me dio igual que yo, un pobre empleado de una multinacional, pintase poco o nada en el mayor evento editorial y literario del mundo, porque simplemente quería una excusa para hacer cosas juntos. De ese viaje salieron nuevas amistades que espero me acompañen siempre, y siguen saliendo más, porque, en efecto, hay que repetirlo, todo pasa en la calle Buenos Aires.
Nos tendríamos que haber visto el primer fin de semana de octubre en Barcelona, pero cancelé el viaje porque tenía una importante reunión de trabajo y preferí quedarme en París para prepararla con mayor tranquilidad. Cuando volví a casa la semana pasada, no fue posible y ahora será ya siempre demasiado tarde, y me duele y me sangra el pensar cómo una tontería corporativa me ha quitado la última comida con mi amiga, que ahora cambiaría por cualquier éxito laboral que se me antojará siempre demasiado pequeño comparado con ese encuentro que ya no tendrá lugar. Con Montse a veces comentábamos el “¡HOLA!”, que es una de esas actividades que caracterizan a la gente que ha venido a la vida a divertirse. En una ocasión, señalando una foto de unos jovencísimos Julio Iglesias e Isabel Preysler en la Place Vendôme, le dije: “así iremos nosotros cuando vengas a París”. Montse ya no vendrá a París y tendré que ser yo quien vaya, cuando mi hora llegue, a verla de nuevo y únicamente te pido que me perdones por haber cancelado esa última comida y que me recibas una vez más alzando los brazos con un: “¡hombre, Nacho!”. Hasta entonces, seguiré yendo a tomar café a nuestra mesa custodiando una pequeña pila de libros y echándote de menos como ya lo hago hoy.
Obituario precioso. No cabe mas reconocimiento, amor y ternura hacia Montse que lo que tu manifiestas en esas lineas.
Em sap molt de greu. El teu article ho diu tot: de tu, d'ella i de la vostra interacció. Li has pogut fer un homenatge preciós. N'estarà contenta.