“-Por vuestra poca fe - les dijo -. Porque os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este monte: “Trasládate de aquí allá”, y se trasladaría, y nada os sería imposible” (Mateo 17:20). Mi fe es pequeña, lo sé, pero no puedo hacer gran cosa para cambiar eso. Admito que me esfuerzo: leo a los Papas, a los Santos, a los teólogos, leo, y sé que el hombre que soy hoy no tiene esa convicción (también leo otras cosas, no soy un meapilas, y le diré que la turra que me está metiendo Cartarescu con Teodoros es de época; la vida árida del lector literario). ¿Cómo sé que mi fe es minúscula, ni siquiera un pensamiento de grano de mostaza? Porque me atenaza un miedo atroz a la muerte, como al del chiste que al hablarle Dios, invitándole a soltarse en el precipicio para que le salvaran las huestes celestiales y le devolvieran al seno del Padre, preguntó si no había alguien más. No sé si a usted también le pasa. Hablo con gente y veo a algunas personas que no piensan nunca en la muerte. Me dan envidia. Recuerdo siendo un niño despertarme horrorizado ante la idea de la nada, la posibilidad de que todo termine. Me sigue sucediendo a día de hoy. En ocasiones, cuando ya he posado el libro y apagado la luz, estirado sobre la cama, siento un vértigo, un horror sordo. No voy a decir otra vez lo de Nietzsche y asomarse a los abismos porque va a pensar usted que utilizo esa cita cada dos artículos, pero qué gran verdad. Empiezo a pensar en que un día me voy a morir e intento imaginar cómo será, si me daré cuenta, cuál es el instante preciso en que la consciencia se desvanece y en lo que viene después, y siempre me topo con el espanto de abocarme a lo que ni la matemática ha podido encontrar, el cero absoluto, un espacio que por no ser no es ni negrura. Intento imaginarlo pensando en los momentos que se han desvanecido y ni si quiera la memoria puede inventar, en lo que había antes de la vida. Al cabo de un rato caigo rendido, agotado, y me duermo, despertándome al día siguiente tranquilo, alguno de los gatos viene a despererzarse conmigo, me tomo un café y la vida continúa, al menos de momento.
Dirá usted que le voy a cortar la leche del café en esta mañana de domingo, que esperaba encontrarse con alguna frivolidad, que hablásemos de ópera, de política, de las cosas del comer, pero lo de hoy ha salido así. Sin embargo, no todo son inconvenientes. El horror de la muerte ha plantado en mí su terrorífica semilla y me ha hecho un conversador sardónico, con un sentido del humor ácido y una actitud reposada. Los que sabemos que esto se acaba tendemos a no enfadarnos porque debemos hacer demasiadas cosas en poco tiempo y, como no sabemos si nos despertaremos al día siguiente, nos gusta irnos a dormir con la conciencia tranquila y las deudas pagadas. Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, así que intento echar el ancla leyéndolo todo, escuchándolo todo, viéndolo todo, cuando me defiendo en un idioma empiezo a estudiar el siguiente, cuando estoy volviendo de un viaje, reservo tres más, en ocasiones ando a medio almuerzo con el teléfono en la mano reservando la siguiente comida, en noviembre y en mayo volveremos a Disfrutar. Mi hermana la mayor me dice que he hecho una cantidad sorprendente de cosas en la vida siendo todavía relativamente joven (lo de ser joven es una grosería que yo abandoné a los doce años), pero cómo podría ser de otro modo si uno ve a la parca por el retrovisor surcando su propia estela. Cuenta Thomas Bernhard en la entrevista titulada “¿Le gusta ser malvado?”, publicada en España por Alianza Editorial, que estando él y su abuelo internados en el hospital, le dieron la extremaunción pero el que falleció fue el abuelo. Ese es el tema, que podemos estimar, pero rara vez con acierto.
Este año veinticinco está siendo sorprendente. Como últimamente mi sueño es velado, no me queda tanto tiempo para pensar en la muerte. Me da miedo que se sienta algo sola sin mi terror nocturno, sin mi esperarla. Esto desde luego no significa que no vaya a venir, pero es verdad que ahora simplemente no tengo tiempo para charlar con ella. Schopenhauer decía aquello de la ansiedad de desear algo y el aburrimiento una vez obtenido, cómo este ciclo concluye únicamente al morir. De ahí saca Wagner El holandés errante, Tristán e Isolda o Lohengrin. Sin embargo, cuando nos asalta lo que ni siquiera nos habíamos atrevido a desear, ahí la historia cambia. No puede aburrirse quien es sorprendido, quien no pidió nada y el todo vino a reventarle las ventanas e inundarlo todo. Si Freud me viera, diría que Eros se ha llevado a Tanatos por delante. Ayer cené en Dos Palillos. Muchos platos nuevos, Raurich está más talentoso que nunca, cada pase es un despliegue de sensibilidad y buen gusto, una visión de madurez, de un minimalismo casi ofensivo, sesudo, todo funciona, todo está bueno. Celebrábamos el advenimiento de la mujer que me desvela. Me detendré únicamente en uno de los pases: el calamar de potera. Presentado entero, con un aspecto negro brillante e imponente, casi lacado, podría ser una cerámica ornamental de Ginori en colaboración con algún joven artista nipón, pero la ilusión se rompe en cuanto hendimos el cuchillo en la carne tersa. Se trata de una reinterpretación del shiokara, elaboración tradicional del Japón consistente en una salsa melosa hecha con la melsa del calamar, algo así como el bazo del bicho, una bolsita que alberga una sustancia viscosa, de una tonalidad que recuerda a los abrigos de Max Mara, y que encierra el sabor del océano, como aspirar una bocanada de aire a la orilla del mar en una noche de verano. Ignacio nos cuenta que parte de lo que distingue a este plato de lo que sería su interpretación canónica es que utilizan la tinta del calamar, lo que sería impensable para los nipones pues es un presagio de la muerte. Quizá tenga razón Albert al avanzar despojado de supersticiones y temores, porque el plato funciona estupendamente y el liberarse del terror a la que vendrá una sola vez le ha permitido abrir un mundo nuevo. Puede que a mí me suceda lo mismo.
Yo pienso en la muerte casi a diario, posiblemente porque me saluda casi todos los días. Solía agobiarme pero ya no lo hace. Deseo llegar a ese estado de paz con la única certeza que tenemos sobre la vida- el hecho de que se acaba- y entender que la muerte es lo que realmente da sentido a la vida. En su día escribí sobre el tema pero te dejo con una cita de otra que leí por ahí y escribí en una de esas cartas que tengo por ahí:
Me topé con un artículo sobre una monja, la hermana Theresa Aletheia Noble, que ha iniciado un proyecto de «memento mori» en las redes sociales. Una cita de su devocionario resume perfectamente lo que os quería transmitir:
“Recordar la muerte nos mantiene despiertos, centrados y preparados para lo que pueda ocurrir: tanto lo insoportablemente difícil como lo impresionantemente hermoso.”
Citas a la muerte con el mismo respeto y temor que nos da a todas su sola mención, pero al mismo tiempo se nota en ti una enorme ilusión por Eros, la VIDA, y eso transmite tu articulo, VIVIR es lo que importa, vamos a saborearla cada día como tu haces MAESTRO.