Ayer viví un milagro cotidiano. En mi afán por preservar hasta las últimas consecuencias la frágil llama del espíritu europeo, tomé un tren con destino Karlsruhe para después cambiar a un cercanías que nos dejaría, al cabo de unos veinte minutos, en nuestro destino final, Baden Baden (sí, si usted es de una cierta generación estará leyendo esto y diciendo en su cabeza el final del chiste de Eugenio “pues yo Vilanova i la Geltrú, Vilanova i la Geltrú”). Habíamos pasado hacía escasos minutos Estrasburgo, esa ciudad en la que las diferencias francogermánicas se desdibujan, donde el gótico francés se junta con las casitas de muros blancos y ventanas de madera, los geranios colgando de las fachadas, donde el plato tradicional es el chucrut con cosas. En principio, íbamos a llegar a Karlsruhe con media hora de retraso debido a unos trabajos de mantenimiento. Al poco de cruzar el Rin, sin ver su oro ni a sus hijas, el tren se detiene y mi acompañante señala por la ventana el nombre de la estación: Baden Baden. “Debido a las obras, nos vemos obligados a detenernos durante quince minutos. Las puertas están abiertas si desean salir a tomar el aire”. Bajamos del tren con el gesto triunfante de aquellos a quienes la vida les sonríe hasta con el más absurdo de sus gestos, sabedor de que esa hora ganada me permitiría llegar a tiempo para comer el Le Jardin de France, mi restaurante preferido en estos lares: espárragos con cangrejo y bogavante, cordero asado con su costra de hierbas. Hay gente que dice que en Alemania se come mal; hay gente que dice que Javier Marías es un coñazo; no hay que hablar con esa gente. ¿Sabe por qué es la tercera vez que vengo a Baden Baden? Porque esto es una simulación de lo que Europa podría ser: junto a sus aceras impolutas se apilan comercios diminutos, galerías, anticuarios, tiendas de chocolate con huevos de pascua y conejos vestidos de jardineros. El centro histórico es atravesado por un riachuelo junto al cual se hallan unos prados verdes, en ocasiones tapizados con flores que respetan la misma gama cromática, se encuentre usted a la altura del casino o del Trinkhalle. Este año han optado por el blanco, el fucsia, el malva y, para añadir algo de dramatismo, espléndidos tulipanes negros, pétalos de un color más oscuro que el de las berenjenas, con un brillo satinado.
Si ha leído usted Los Europeos, magnífico libro de historia escrito por Orlando Figues que narra la construcción de nuestra identidad compartida a medida que se desarrolla el ferrocarril, tecnología que permitió que París y San Petersburgo formasen parte de un mismo paisaje cultural, recordará la importancia de esta ciudad balneario. Figues hace que el todo se lea como una novela gracias a la hábil elección de tres personajes que constituyen un triángulo amoroso: la soprano Pauline Viardot, de origen español y hermana pequeña de la legendaria Marlibrán; su esposo, Louis Viardot, empresario teatral y reputado hispanista que llegaría a ser miembro de la Academia Española; y el escritor ruso Iván Turguénev, del cual sólo diré aquello que dijo en su día el inmenso Julian Barnes: “cuando no sé qué leer, leo algo de Turguénev. Si ya lo he leído todo, vuelvo a leer Padres e hijos”. Baden Baden, con sus aguas termales, se convierte en una de las primeras destinaciones turísticas de la Europa del XIX. La proliferación del avión hizo que prosperaran Borobudur o las playas de Filipinas en detrimento de esta localidad alemana, que encarna lo mejor de lo que hemos sido. También cuenta Figues en su libro el nacimiento de las industrias culturales europeas, así como la aparición de figuras legales que ahora parecen haber estado ahí desde siempre, como son los derechos de autor, algo que hizo que ser escritor pasara de una afición de acaudalados a un posible oficio capaz de pagar (o malpagar) las facturas. Sabrá usted que el término filarmónica viene del amor por la música, pues este tipo de asociaciones estaban compuestas por músicos que no tenían una renta asignada, sino que tocaban, digámoslo así, por amor al arte. Los festivales permitieron a los músicos ganarse el pan y el vino en los momentos en que la temporada se marchitaba y las ciudades quedaban vacías. El Festival de Pascua de Baden Baden es hoy la sede por estas fechas en que Cristo muere, desciende a los infiernos y resucita, de la Filarmónica de Berlín, considerada por no pocos como la mejor orquesta del mundo.
En esa nostalgia de vieja Europa se sumerge uno cuando echa a andar hasta la vieja estación de trenes, esa por la que pasaron los Viardot y Turguénev tantas veces, ahora transformada en flamante sala de conciertos y teatro de ópera. Esperamos en sus salones de pasos perdidos y largos pasillos como el que espera el tren que nos ha de llevar a otra época, quizá no mejor, pero que para mí tiene algo de reconfortante, saciando durante unas horas la nostalgia de lo no vivido. Ayer vimos el tercer concierto de piano de Rachmaninov, interpretado por el noruego Leif Ove Andsnes y una sinfonía alpina maravillosa. Primero, me gustaría disculparme con Klaus Makela: Klaus, he dicho cosas horribles de ti, sigo pensando que es imposible que seas capaz de dirigir al mismo tiempo Chicago y Amsterdam, pero ayer estuviste cumbre. Sé que algunos critican a Strauss un exceso de romanticismo, pero es realmente la Sinfonía Alpina es la composición perfecta para tomarle el pulso a una de las mejores orquestas del mundo. Es imposible contener las lágrimas al escuchar el genio imaginativo del bávaro, que tradujo once horas de travesía alpina en una obra de una hora en la que ciento veinticinco músicos nos transportan desde la salida del sol hasta su ocaso, atravesando apacibles prados verdes con vacas pastando y terribles tormentas, la percusión y los metales restallando hasta tal punto que uno se pregunta dónde habrá dejado el chubasquero.
Esta noche, a eso de las cinco de la tarde, vestiré el esmoquin y echaremos a andar del brazo para ir a la Butterfly con Buratto dirigida por Petrenko. Al festival venimos en gran medida a esto, a ver la los de la Berliner interpretar ópera escenificada, una rareza. No he escuchado nunca a Buratto en directo, pero en vista de los dos discos que acaba de lanzar, la Tosca con Deutsche Grammophon e Indomita, una interesante selección de arias italianas que ha publicado con Pentatone, no creo que nada pueda salir mal porque es pura escuela italiana, el canto honesto que brota del pecho y estalla contra el espectador. Butterfly morirá una noche más y nosotros, con el pañuelo algo húmedo en el bolsillo, pasearemos, pasando ante el Trinkhalle todavía iluminado, hasta el Casino. El Grill es un restaurante pretencioso, algo steak house, algo sushi, coctelería y Dom Perignon, un pequeño horror, pero estar en el casino de Baden Baden es sumergirse en la locura de Dostoyevsky: cada vez que la rueda gira en la ruleta, les jeux sont faits, uno piensa en la ruina del ruso, que se transformaría en gloria literaria, El Jugador, novela dictada en tan solo veintiséis días para pagar las deudas de juego que contrajo en este mismo casino. Mañana, a las once, corearemos el Freude, schöner Götterfunken, Schiller y Beethoven. En el día del estreno, a Beethoven tuvo que decirle Louis Duport, quien se encargó realmente de la dirección de orquesta, que se diera la vuelta: sordo como estaba, tras una hora y media de movimientos erráticos, haciendo como que dirigía a unos músicos que no escuchaba, el genio de Bonn no oyó el estruendoso aplauso del público, así que tuvo que girarse para al menos verlo, el gentío de pie, las señoras agitando sus pañuelos blancos. Jamás se había escrito algo de esa talla, un fenómeno que hizo agruparse a los mejores intérpretes de Viena. Será mañana, Lunes de Pascua, la batuta de Petrenko quien dé vida a esta obra colosal, himno de la Unión Europea. Cuando concluya, a eso de las doce y media, no nos quedará otra que volver a París, con esta pequeña llama del genio europeo guardada en una cajita, esperando que podamos mantenerla viva del mismo modo en que Butterfly muere cada vez, la Novena estalla en cada nueva interpretación, en que Cristo resucita cada año como lo hace hoy. Le deseo una feliz Pascua, que tenga usted muchos años para celebrarla en Baden Baden o donde mejor le convenga y que, cuando nos reunamos en el Seno del Hijo del Hombre, nos acojan los coros con un sonoro Seid umschlungen, Millionen!
No he estado, ni conozco Baden Baden, pero después de leer su articulo, tan brillante, me resulta familiar y conocido dicho lugar. Bravo por la descripción, ritmo y capacidad emocional que imprime usted a su relato de PASCUA EN BADEN BADEN,
Precioso, como cada domingo. Nuestras Pascuas han sido menos pintorescas pero tras salir de misa los cinco le he dicho a mi marido de ir a hacer el vermout en un bareto/cafetería en la plaza, para sentirme también más europea, misa en sueco, una copa de vino blanco alemán y pasta casera italiana. Nos ha faltado la mona de Pascua, pero si hubiese sido perfecto tal vez hubiese sido menos encantador. Y el que diga que Strauss es un moñas es que no lo ha escuchado de verdad. A mis 45 se me encogen las entrañas escuchando su música grandiosa. No me canso.
Felices Pascuas.