Llego tarde, muy tarde, espero me disculpe. Me pilla usted camino del aeropuerto. Me desperté en Viena. A las once de la mañana Muti con la Filarmónica de Viena en el Musikverein. A la hora que tendría que haberle llegado esto íbamos por el segundo movimiento de la Cuarta Sinfonía de Schubert. Espíritu vienés por vía intravenosa. Me dirá usted que podría haber anticipado un poco más, que uno no se despierta en Viena por accidente. Razón no le falta, aunque lo de un día cualquiera despertarse en Viena sin haberlo previsto me parece una idea estupenda. Ha sido una semana terrible, de esas en que la vida se me ha llevado como esas máquinas con potente soplo que utilizan para espantar las hojas que arropan las aceras en otoño. El jueves me vi haciendo diapositivas tarde, muy tarde, encadenando cigarrillos electrónicos mientras daba sorbos a una Coca Cola caducada. El progreso era esto. Además, llego tarde en un día que algo tiene de especial, pues dos años hace que empecé a cartearle.
Voy a repetir algo que es comúnmente sabido pero que no por ello deviene menos significativo: la diferencia entre la historia y la prehistoria es la escritura, nada más. En un inicio, esta invención singular del ser humano crea un antes y un después por su capacidad para almacenar y transmitir el conocimiento. De la antigüedad conservamos en esencia lo tallado sobre piedra, lo institucional. Sin embargo, escribimos para decir que llegaremos tarde a cenar, para avisar a nuestros padres de a qué hora terminará el cine, para preguntar al amigo que anda algo triste cómo se encuentra…, creando así un archivo efímero de nuestros desvelos y angustias, alegrías y afectos, escribiendo tantas veces sin la consciencia de escribir, pero a pesar de todo escribiendo. También están los que escriben como a mí me gustaría escribir, la escritura literaria, los que escribiendo le dan sentido a la escritura, un sentido que traspasa lo práctico para construir un universo nuevo: de las cartas de Abelardo y Heloísa con su amor imposible a Madame Bovary llenándose las manos de arsénico, de Julien Sorel subiendo al patíbulo al Quijote cargando contra molinos, Ana Karenina saltando a las vías o la conversación con el diablo del Doctor Faustus, un paisaje sentimental puesto en negro sobre blanco que nos acompaña y nos conforta sabedores, como no podía ser de otro modo, de que por mucho que pasen los siglos volveremos a matarnos en pugnas ambiciosas, nos mentiremos, traicionaremos, seduciremos, desengañaremos y amaremos, dejando un legado de papel y tinta, de píxel y luz, con un conocimiento cada vez más vasto en el área de la técnica sin que consigamos avanzar sin embargo en la angustia vital que nos atenaza, en lo que es el sentido de este matar las horas, de tomarse otro martini, de volver a ver una Traviata, de encender el penúltimo cigarrillo, de besarnos bajo otra farola. A mí escribir me gusta porque tantas veces sentado frente al teclado se me olvida la muerte. A mí escribir me gusta porque tantas veces sentado frente al teclado la muerte se sienta a mi lado y me da palique.
Sigue a la pregunta de para qué escribimos otra igual de sangrante: para quién. Entiendo la vanidad del que comparte sus seguidores, el número de visitas, las veces que un artículo se ha compartido. Da la sensación de que únicamente sabemos medir lo que no le importa a nadie. Llevo dos años haciendo esto, empujado por mi familia y algunos fieles que me dijeron que si tanto me gustaba escribir que lo hiciera por sistema, pues escribir es un oficio y se aprende dándole a la tecla un día y el otro y el siguiente y así suma y sigue, que no lo digo yo, que ya lo decía Cela que había que escribir todos los días aunque no se fuera a publicar, para no oxidarse, para mantener la pluma siempre afilada como la navaja de un buen barbero. No se me puede olvidar que voy al barbero el sábado que viene. Llevo un lío de agenda últimamente que da miedo. Como a esta pregunta no he sabido ni creo que sepa nunca responder, a mí me gustaría en cambio saber por qué sigue usted ahí, qué es lo que nos une, cuándo le enfado, disgusto, emociono, divierto, aburro o interpelo, por qué todos los domingos nos seguimos viendo, por qué me hace ilusión escribirle, por qué dedica usted su tiempo a leerme. Es un misterio que me perturba, el que alguien pueda encontrar aquí algo de lo que yo encuentro en otras líneas, otros párrafos, otros verbos. Estando tan lejos somos un poco como los del Liverpool, que nunca andan solos, pues ahí estamos usted y yo paseando todos los domingos sin saber muy bien a dónde vamos ni qué nos va a traer la semana siguiente. De Madrid echo de menos a algunos amigos como GA, que me escribía un domingo cualquiera para salir a pasear, en ese momento en que el tiempo se expone ante nosotros desnudo, inerme, sin sentido, y nos íbamos los dos; recuerdo una tarde en que acabamos corriendo calados bajo la lluvia entre los puestos de la feria del libro de Madrid. Si le he acompañado en un momento en que la vida le calaba, doy esto por bueno.
Algunos me han escrito pensando que había muerto al no llegarles hoy esto a las once y once. No he muerto, de momento. En un vuelo con unas turbulencias terribles, pusieron una musiquita de ascensores, tipo eso que hace unos años llamábamos chill out. André Previn tomó por el brazo a la azafata y le dijo que si iban a morir, que pusiera o el Réquiem Alemán de Brahms o nada. Anoche vi ese réquiem en el Konzerthaus con la orquesta y coro de la radio bávara dirigidos por Simón Rattle. Fue espléndido. La Séptima de Bruckner con la que ha cerrado Muti esta mañana, ultraterrenal. Por mucho que escribamos, va en la condición del que escribe saber que lo más importante no será jamás descriptible. Perec intentó describir el todo sin éxito en su Tentative d’épuisement d’un endroit de Paris. Pla dijo en el Quadern gris aquello de que es mucho más difícil describir que opinar, en vista de lo cual todo el mundo opina. Opino yo muchos domingos y lo de describir lo intento, no siempre con éxito (recientemente se ha dicho de mi descripción de la becada que causaba náuseas). Sin embargo, me parece bello este camino que nos lleva a usted y a mí a ninguna parte, pues hay pocos paseos más aburridos que aquéllos en que sabemos de antemano, ya al cruzar el umbral de casa, a dónde nos van a llevar.
Escuchamos música de los que saben interpretarla, nos sentamos en la mesa del cocinero que sabe cocinar, contemplamos la pintura del que sabe pintar y leemos a aquel que sabe escribir. Lo que toque, cocine, pinte o escriba es lo de menos. Por eso te leemos, Ignacio
Me lo imagino un poco iracundo, pero noble y leal, apasionado pero pausado en las formas. Llegué el pasado verano a sus textos y son una forma de combatir la angustia dominical. Escribe y contagia ganas de vivir, de saber, de escribir y describir así de bien. Gracias.