Recientemente me vi obligado a asistir a un taller liderado por un coach. Es un término extraño. En su primera acepción inglesa, hace referencia a ese tipo de autocares más espaciosos y confortables que los que nos ponen en las bodas para llevarnos de la iglesia al convite y viceversa, vehículos pensados para trayectos de mayor distancia. En la segunda, define al entrenador deportivo o, en su defecto, a un tutor privado que proporciona un aprendizaje adicional. Etimológicamente, el segundo deriva del primero y cada vez que me enfrento a uno de los segundos siento un deseo irrefrenable de que me pase por encima uno de los primeros a toda velocidad, no sé si me explico. El tema a tratar era cómo “darse feedback”. Traducido de forma literal, el feedback sería la retroalimentación pero en realidad hace referencia a la forma en que nos evaluamos los unos a los otros. De un tiempo a esta parte, se había impuesto una escuela con la que yo me sentía muy cómodo: los comentarios que hacemos a un compañero respecto de su trabajo deben ser asépticos, racionales, ligados a aspectos medibles de su desempeño, con ánimo constructivo, ilustrados con ejemplos y lo más alejados posibles de cualquier tipo de encarnizamiento personal. Mi sorpresa fue mayúscula, pues nuestra coach nos dijo todo lo contrario: ahora debemos hablar siempre y en primer lugar de sentimientos, siguiendo la fórmula “siento luego necesito”, lo cual, siempre según nuestra guía y líder, nos ayuda a considerar a quien tenemos enfrente como un ser humano (supongo que a ella si alguien no le habla de cómo se siente lo tomará por un golem, un autómata o una figura en movimiento del Madame Tussaud).
Creo que una conclusión tan infantil constituye el corolario de esta sociedad que nos hemos dado entre todos, incapaz de la sutileza, la sugestión, el sobrentendido, el matiz. Si alguien no nos habla de sus sentimientos, significa que no los tiene y por ende no es una persona, lo cual nos empuja, siempre según la línea de pensamiento seguida por nuestra institutriz, a la deshumanización del interlocutor, no fuéramos acaso capaces de razonar más allá de lo inmediato, lo dicho y lo evidenciado. Se orillaron las humanidades, se suprimieron los estudios filosóficos, se evaporó a los clásicos y ahora nos encontramos con una generación a la que hay que explicarle que tratamos con personas. Leer a Shakespeare, Dante, Marías, Hölderlin, Tolstoi, Bernhard, Faulkner, Barnes, Houellebecq, Lampedusa, Nietzsche o Flaubert no es un placer pedantón, un adorno conversacional, una vistosa biblioteca que nos sirva de atrezo durante las videollamadas, un matar las horas; es un viaje hermenéutico a la esencia del ser. Quien no lo haya hecho, privados como estamos del contacto descarnado con la vida, en nuestra existencia aséptica de oficinistas fetén, habitantes de un mundo que niega la muerte, sorbedores de kombucha, engullidores de bayas de goji, fácilmente olvidará que lo nuestro es tránsito y que en general lo poco que dejaremos será el recuerdo efímero en quienes nos trataron, el poder que tuvimos de no ser una losa, de no ser sombra sino luz en el camino ajeno. No necesito que me hable usted de sus sentimientos, no tema, soy plenamente consciente de sus miserias que en muchos casos colindan con las mías. Otra cosa es que le haya podido ofender y ahí, una vez más, Wilde: un caballero es aquel que nunca ofende sin querer. Por lo tanto, si le he ofendido, no hace falta que me lo diga, lo sé, mi trabajo me ha costado.
Respecto al sentimiento en sí, encadenamos las citas, dice Ricky Gervais: que usted se sienta ofendido no significa que tenga razón. Cada día que pasa le pregunto menos a la gente cómo están porque luego me sueltan unos rollos tremendos y mi hermano me ha metido en la cabeza el temor a quedarme sin espacio en el disco duro. Afirma que tengo tal cantidad de información de dudosa utilidad (a mi entender, conocer las fechas y lugares de estreno de las óperas, poder citar a algunos autores de memoria o saber todas las letras de las canciones es esencial para mi día a día) que llegará la hora en que no seré siquiera capaz de atarme los cordones de los zapatos, abrumado por el exceso de datos, y seguramente termine con la mirada perdida clavada en un muro recitando pasajes confusos, sin reconocer a nadie, mezclando canciones de Raphael con pasajes de “Así habló Zaratustra”. Por eso mismo, no puedo alojar en mi atiborrada, ralentizada y limitada cognición el que a usted se le clave la uña del pie, que su vecino le ahúme la ropa del tendal o que a su vehículo híbrido se le caliente la batería de litio. No creo entrar en contradicción con el párrafo precedente si digo que nuestro camino debe ser andado procurando entorpecer lo menos posible la vida de los otros. Desde luego que tengo un número contado y apreciado de amigos a los que atormento con todo aquello que me tortura y espero que ellos sientan que también pueden contar conmigo para ser el Cirineo de sus penas. Esta semana mismo, ante una tabla de culatello, una pobre amiga se llevó una turra importante en la que se trenzaban mis miedos abisales y la historia de la construcción del Festspielhaus de Bayreuth. Sin embargo, por mucho que la coach insista, no sé por qué debo ir yo a ver al pobre responsable de contabilidad, que bastante tiene con lo suyo, meterlo en una sala y explicarle cómo me he sentido durante su tránsito entre la diapositiva ciento cincuenta y dos y la ciento cincuenta y tres. Sumémosle a esto otro factor, y es el papel que juegan los sentimientos en la postverdad. Volviendo al inicio, si usted ha dicho durante el encuentro que dos y dos son cinco y yo matizo que en realidad son cuatro, el campo de la discusión es limitado, un acuerdo es posible y, con un poco de suerte, todos habremos aprendido algo. Si damos por válida la hipótesis de que puede usted sentir que dos y dos son cinco y necesita que yo respete su opinión, la verdad, la objetividad, lo medible, saltan en mil pedazos y mientras los mentecatos se ponen las botas en este río revuelto los que hacemos nuestro trabajo de forma menesterosa y con rigor nos vemos ahogados por ese tsunami sentimental, sustituyendo al Excel por el diván. Finalmente, porque en algún momento tendré que dejar que vaya usted a comer, si tiene una fuerte necesidad de contar sus sentimientos a alguien después de una reunión, búsquese un buen amigo, váyase a un bar y, apoyado sobre la barra de caoba, ante dos vasos de whisky, desahóguese; en caso de que la urgencia sea máxima, le quede la mitad de la jornada laboral por delante, el amigo no esté disponible y el bar no haya abierto todavía, cómprese una libreta (mi recomendación, para los que escribimos con estilográfica, son las Leuchturm de 120g) y vacíe en esas páginas de grueso papel su ruido y su furia, pues el mejor regalo que podemos hacerle a cualquiera es no aburrirle y contribuir a sus silencios.
Lo bueno de tener ya una edad es que me puedo permitir decir abiertamente que toda esta dictadura del sentimentalismo me da una pereza horrorosa. Pertenezco a una generación que procuraba venir llorado de casa y no nos traumatizamos por ello. Ortega sí que lo ha entendido 😂😂
Sublime, veo que la dictadura de los sentimientos lo inunda todo. Ya no es importante el contenido de lo que dices sino lo que sientes al decirlo. En educación llevamos años ya con esta lacra, los contenidos dejaron paso a las sensaciones. El descojono. Un saludo amigo.