Separar la obra del artista. El otro día escuchaba a no recuerdo quién diciendo que es imposible, porque la vida del artista es imprescindible para comprender su creación. No resulta extraño sin embargo que hayamos optado por este sendero tangencial, no vayamos a perdernos en la complejidad de lo humano. Es muy sencillo apreciar la obra sin el artista, porque así podemos seguir creyendo que las personas buenas hacen cosas buenas y viceversa, sin plantearnos que en ocasiones figuras despreciables han alcanzado las más altas cotas y otras que reverenciamos llevaron vidas insípidas o cometieron malos actos. Céline, autor de una de las novelas más brillantes del siglo XX, alguien que dio voz a los pobres y a los desesperados como nadie lo había hecho hasta entonces, es una de las criaturas más execrables de la historia de la cultura de Francia, y eso que tiene competidores por doquier. El autor de Viaje al fin de la noche fue un héroe en la Primera Guerra Mundial y un colaboracionista en la Segunda, exiliado en Sigmaringa, retornado a Francia vestido de oprobio, cómo no sucumbir a la tentación de leer con admiración sus novelas e ignorar unos panfletos antisemitas y una vida que invitan a la náusea, porque nos incomoda pensar que en un mundo que preferimos leer en blanco y negro, podamos disfrutar de la obra de personas que se construyeron a fuerza de grises, que cometieron errores, que pecaron. La separación de la obra y el artista es la respuesta más cómoda, porque así podemos condenar a Wagner por su pensamiento y disfrutar sin carga alguna de su música. En resumen, la cesura entre el creador y su obra nos protege de la compleja naturaleza del hombre, cegándonos así ante la nuestra.
No niego la utilidad de los prejuicios para navegar el mundo. La comprensión total es imposible, incluso si eligiéramos a una sola persona. Por eso está mal juzgar, porque nunca alcanzaremos a descifrar las experiencias y aprendizajes acumulados por alguien, con lo que jamás podremos diseccionar sus motivaciones. Así es como llegamos al principio moral cristiano de que hay que condenar las acciones y no a las personas. En cambio, se instala la tentación de asumir que si alguien ha hecho algo malo, lo repetirá, porque es más sencillo creer en la condena que en la redención, o que si alguien hace cosas malas está incapacitado para el bien. Es aquí de nuevo donde renunciamos a la complejidad. Juzgamos y condenamos, tomamos lo que nos apetece y lo que no, lo escupimos, como el hueso de la aceituna, aunque éste sea necesario para disfrutar de su carne. Hacemos preguntas pero no nos interesa la respuesta si esta viene para incomodarnos y no para afianzarnos en nuestra creencia. Queremos disfrutar de la belleza sin ver el precio y los sacrificios que otros han pagado y hecho para alcanzarla. Por eso en este mundo el cristianismo recupera su radicalidad, porque nos da la vuelta y nos invita a amar a todo el mundo independientemente de sus actos. No hay más que ver que el hijo de Dios, consubstancial a Él, resucita y la primera a la que se aparece es a una puta.
Renunciar a la complejidad es renunciar al mundo, pues supone renunciar al otro. Condenar o juzgar es más rápido que entender. Cuando estudiaba filosofía en el bachillerato me marcó un concepto platónico: el mal no existe como idea, sino como forma de ignorancia. Es decir, quien hace malas acciones las hace porque desconoce cómo obrar bien. De ahí que la renuncia a la complejidad sea en realidad un mecanismo no solo de protección, sino una máquina de ignorancia y, por tanto, un generador de maldad. Si como se dice en español “la ignorancia es la felicidad”, no sabiendo, la realidad se presenta como un lienzo en blanco sobre el que proyectar una visión totalitaria y pura (por ser exclusivamente nuestra, inmaculada), sin permitir que los fenómenos que han afectado la vida de los demás vengan a mancillar nuestro mundo feliz, que lo es por ser nuestro, completamente comprendido, absolutamente controlado. Como los niños que esperan sus regalos por Navidad, queremos el resultado de la complejidad, pero no verla, ni gestionarla, ni sufrirla. Ansiamos el fruto, pero nos la sopla el árbol. Quizá la inteligencia artificial sea lo que merecemos: algo que nos entrega lo que buscamos sin pedir nada a cambio, robando por aquí y por allá, sin hacerse preguntas, sin capacidad de sorpresa, sin incomodar. A este ritmo también terminaremos por relacionarnos así, teniendo en frente a un arquetipo sin aristas que encarne en cada momento lo que pedimos sin confrontación ni súplica ni llanto ni ofensa, sin emoción, sin lucha, subyugados por nuestra impuesta voluntad, ciegos y mudos, inertes, aunque cabe preguntarse si es posible el amor o la admiración gratuitos, evidentes, sin peajes ni sacrificios.
Y sin embargo, cómo lo hace usted? He de reconocer que me resulta mucho más fácil leer un autor que haya muerto antes de Twitter que uno que haya dejado patente su imbecilidad en alguna red social. He de reconocer que soy capaz de hacer oídos sordos a los defectos enormes de los grandes si su obra es lo suficientemente hermosa como para redimirles. Pero me cuesta perdonar la estupidez, de ahí que dudo que jamás admire a alguien de nuestro tiempo, cuando dejar constancia de nuestra idiotez es tan fácil.
Y otra vez insuperable.