Me entero de que se retira el propietario del OK de Sarriá, on les clares son fosques. No te inquietes, dicen, traspasa la propiedad pero él seguirá al frente un tiempo. Me inquieto. Esa hamburguesa es parte de mi paisaje juvenil: cenas universitarias acuclillados en los bajísimos taburetes; chili cheeseburger con su brutal arquitectura; un cuarto de pepinillo, de los grandes, los que prácticamente no comemos en España, perfumados; y patatas chips, como para decirte “cálmate, chico, que no me voy a poner a pelar patatas”, todo dispuesto en un cesto de mimbre. Los televisores, rodeados de gorras de equipos para mí totalmente desconocidos, emiten en permanencia algún deporte americano: fútbol, hockey hielo, baseball. Me invade una ligera desazón porque si algo le ocurriera al OK de Sarriá, cerraría uno de los pocos sitios en los que las hamburguesas siguen siendo simplemente eso: hamburguesas. Usted se habrá dado cuenta, supongo, de lo que ha pasado con ese sándwich insultantemente simple que es la hamburguesa: un filete de carne picada hecho a la plancha o a la parrilla, contenido en un bollo redondo ornamentado con semillas de sésamo, salsas clásicas (mostaza, mayonesa, ketchup, cóctel o mil islas), alguna verdura cruda o encurtida para refrescar, patatas fritas de acompañamiento. Permítame que endurezca el tono: nos han jodido las hamburguesas, porque son unos cursis, porque marchitan lo que tocan con sus ignorantes, grasientas, pueriles, vulgares manos. Mayonesa de trufa sintética, foie gras a granel, wagyu industrial, cebolla caramelizada, sal de la tierra, noche de los tiempos. ¡Foodies, yo os maldigo!
En cualquier caso, siguiendo una curva tradicional de oferta y demanda, la proliferación de descriptores de hamburguesas (incluidos los que se filman comiéndolas, chupándose del dedo hasta el codo los chorretones de grasa, haciendo sonidos guturales para que al espectador no le quede un resquicio de duda, empleando un vocabulario de lumpen fetén “Mmmmmmh, tío, está de putísima madre, la salsa de foie y caviar hace que se te mojen las bragas y el contraste con el chimichurri de aguacate te vuela la jodida cabeza, tronco, menuda chuchería más flipante”) ha debido de seguir, entiendo, el aumento de lectores de descripciones de hamburguesas, gente que organiza sus salidas gastronómicas alrededor de un sándwich. Quizá sea un síntoma de la pérdida de poder adquisitivo, esta España precarizada en que ir a comer una hamburguesa no es la opción fácil cuando termina el cine o sale uno de la biblioteca, sino el equivalente al Drolma o Jockey de la generación anterior, o simplemente de la pérdida del norte gustativo, la primera hornada de hijos del Bollicao. No parecía que hubiera tanto que decir sobre un cochino bocadillo, pero ahí están todos los gastromentecatos, recientemente uno de ellos diciendo que una opción económica para comer en Copenhague es la hamburguesería de Noma. ¿De verdad? ¿La opción que nos ha quedado para comer bien en Copenhague por un precio moderado es un bocadillo hecho por alguno de los mil setecientos becarios del señor Redzepi? Vivimos en el manierismo de la hamburguesa, habiendo manoseado hasta tal punto cada uno de sus ingredientes que ahora las tomamos con trufa, foie gras, caviar y oro, sobre el bollo que las sostiene se han escrito tratados enteros, de sus salsas corren ríos y donde antes encontrábamos una simple carne de ternera o buey ahora se nos presenta un animal con DNI, árbol genealógico, partida de nacimiento, resultados académicos y expediente laboral. Les leo hablar de smash, de las calidades de la carne (gente cuyas madres siguen haciendo la compra de lo que se come en su casa, que no han pisado un mercado en su vida), de los condimentos y, honestamente, no entiendo nada. No es que se me escapen los brutos barbarismos que utilizan, es que me resulta incomprensible que alguien hable tan en serio de un bocata. Las líneas que jamás han dedicado a, pongamos, el cocido madrileño, los fideus a la cassola, las rabas, el ajoblanco o la olla murciana se las están escribiendo a un sándwich de carne picada a la plancha.
Tomarse algo demasiado en serio es la antítesis de la elegancia, sobre todo aquello que a todas luces no merece mayor atención. Es normal que un niño, abrumado por el descubrimiento de su capacidad cognitiva y la complejidad del mundo, se refugie en un universo limitado, controlado, comprensible, y recite de memoria todos los Pokemon que existen; es algo más ridículo que eso mismo lo haga un adulto con las hamburguesas gourmet de su ciudad. Son como aquel personaje de la cena de los idiotas que dedicaba horas a hablar de sus esculturas hechas con cerillas. ¿Está usted leyendo algo? Claro, el atlas de la hamburguesa. ¿Ha visto algo interesante últimamente? Una miniserie en Netflix sobre el primer chef negro trans que hizo una hamburguesa en Louisiana. ¿Escucha música? Tengo una playlist con el sonido de una parrilla texana en la que hacen hamburguesas las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Se han registrado recientemente varias intoxicaciones en una hamburguesería de Madrid, de esas sobre las que hemos hablado en las líneas precedentes. Leamos ahora todos juntos los nombres de algunas de las hamburguesas que figuran en su carta: “Johnny Drama”, “Satisfaction, “La madre de Stifler”. A veces, Dios escribe con renglones rectos y firmes, háganle caso.
Jajaajajaja ¡Lo que disfruté de este bocadillo de crítica hamburguesística!