Me entero de que se retira el propietario del OK de Sarriá, on les clares son fosques. No te inquietes, dicen, traspasa la propiedad pero él seguirá al frente un tiempo. Me inquieto. Esa hamburguesa es parte de mi paisaje juvenil: cenas universitarias acuclillados en los bajísimos taburetes; chili cheeseburger con su brutal arquitectura; un cuarto de pepinillo, de los grandes, los que prácticamente no comemos en España, perfumados; y patatas chips, como para decirte “cálmate, chico, que no me voy a poner a pelar patatas”, todo dispuesto en un cesto de mimbre. Los televisores, rodeados de gorras de equipos para mí totalmente desconocidos, emiten en permanencia algún deporte americano: fútbol, hockey hielo, baseball. Me invade una ligera desazón porque si algo le ocurriera al OK de Sarriá, cerraría uno de los pocos sitios en los que las hamburguesas siguen siendo simplemente eso: hamburguesas. Usted se habrá dado cuenta, supongo, de lo que ha pasado con ese sándwich insultantemente simple que es la hamburguesa: un filete de carne picada hecho a la plancha o a la parrilla, contenido en un bollo redondo ornamentado con semillas de sésamo, salsas clásicas (mostaza, mayonesa, ketchup, cóctel o mil islas), alguna verdura cruda o encurtida para refrescar, patatas fritas de acompañamiento. Permítame que endurezca el tono: nos han jodido las hamburguesas, porque son unos cursis, porque marchitan lo que tocan con sus ignorantes, grasientas, pueriles, vulgares manos. Mayonesa de trufa sintética, foie gras a granel, wagyu industrial, cebolla caramelizada, sal de la tierra, noche de los tiempos. ¡
Jajaajajaja ¡Lo que disfruté de este bocadillo de crítica hamburguesística!