El próximo fin de semana voy a conocer a mis suegros. Primeras impresiones para personas con las que, si Dios quiere, viviremos muchos años. ¿Se imagina que ahora escribiera “sólo tenemos una oportunidad de causar una buena primera impresión”? La gente dice unas tonterías sorprendentes, perogrulladas elevadas al parnaso de las genialidades, sueltan esto e inmediatamente después nos miran como si hubiesen descifrado la teoría de cuerdas. La estancia será algo más larga que un fin de semana, cinco días. Me falta esa talla de maleta intermedia para estas ocasiones. Uno, que por naturaleza es constructor de escenarios, que en la antigüedad hubiese sido oráculo por ese talento natural para anticipar todo lo que pueda pasar a partir del más mínimo cambio, se angustia por la maleta. No quiero llegar con un baúl, como el que compré hace poco, un mastodonte de aluminio más alto que la mayoría de la población y en el que cabría una sala de estar de una familia española de clase media. Viajar con grandes maletas suele ser sinónimo de una cierta vanidad que en mi caso no escondo. Lejos queda el tiempo en que viajaba con dos, una dedicada exclusivamente a los zapatos, pero a uno le sigue gustando cambiarse para cenar, llevar siempre chaqueta, tener al menos un par de zapatos marrones y otros negros, conjurar los saberes de la ciencia para echar un cable a la genética con una rutina de tratamiento estable, utilizar sus productos para el pelo, pues no he alcanzado un grado tal de inteligencia, sabiduría o atractivo como para permitirme ir de cualquier manera. Además, con mi agilidad característica me imagino entrando en la casa y golpeando un mueble o raspando la pared con la gigantesca valija, con lo que deberé prescindir del gran formato. Tampoco puedo llevar tan sólo una maleta de cabina, pues tendré que estar preparado para salir por la noche, bañarme en la piscina, navegar, pasear durante el día, bajar a por el pan, sentarme a tomar la fresca. Además, si las grandes maletas delatan al narcisista, las pequeñas suelen delatar al descuidado, al que lleva los calcetines desparejados, al que está más fresquito en camisetas que a fuerza de lavados parecen hechas de celulosa, a los que llevan los mismos zapatos dos días seguidos, a quienes no utilizan hormas, a los que se lavan cabello, rostro y cuerpo con un mismo producto. Así pues, he tomado una decisión, no sé si acertada, probablemente nunca lo sepa porque es posible que, viendo a la mujer que me desvela, mis suegros sean unas personas educadas y amables que jamás digan lo que pensaron de mi equipaje, e iré con mi maleta de cabina metálica (porque hay que proteger la fragilidad de mis vanidades) y una de esas bolsas que los anglosajones llaman con su precisión y gracia características weekender.
Así que me he puesto a buscar entre esas bolsas que no utilizo nunca porque vacías son demasiado abultadas y llenas no hay quien cargue con ellas y me he encontrado con una magdalena de Proust, un viaje a los años dos mil, un ejemplar de La Martina, en este caso ligada al equipo de polo de la India. ¿Se acuerda usted de La Martina? Yo prácticamente no. De hecho, antes de escribirle he buscado si todavía existía. Debe de ser el caso, pues tienen una página web. Una sinvergonzonería tal, permítanme el uso algo grosero de los arquetipos, únicamente podría venir de unos italianos afincados en argentina. No tuve muchos polos de la marca, que por aquel entonces costaban la friolera de ciento ochenta euros aunque, por lo que veo, a día de hoy rozan los trescientos (es el mercado, amigos, la inflación, ya usted sabe), aunque sí recuerdo uno de Inglaterra que se destiñó con el primer lavado (el rojo de la Cruz de San Jorge tiñó toda la franja blanca que cubría el pecho dejándola en un rosa triste, como de chicle de fresa pegado bajo el asiento de un autobús de línea) y se quedó en Barcelona para estar por casa. Todo esto me ha hecho preguntarme cuál será La Martina del tiempo presente. Con los años, el que le escribe quiere pensar que ha salido de esos círculos veloces como las tazas de los parques de atracciones y que ya no se deja centrifugar de igual modo por las tendencias, con lo que ando algo desconectado del tema a pesar de mantener el cordón umbilical con las tendencias que el trabajo impone. Sin embargo, lo que me resulta interesante es pensar en todo ese mundo fugaz que se nos fue, esos años espléndidos cuando todos éramos ricos, antes de la crisis del ocho, en que nos vestíamos como si tuviéramos diez caballos y una finca aunque nunca hubiésemos pisado la hierba. Mi bolsa de La Martina es un recordatorio de lo efímero de nuestros gustos y de lo que damos en llamar la moda, quizá una señal de alerta porque, al fin y al cabo, a dónde iba yo con una bolsa del equipo nacional de polo de la India, país por el que mi simpatía se redujo más si cabe después de un viaje de veinticinco días cruzando sus territorios septentrionales (eso daría para otra misiva). ¿Dónde fueron nuestros afectos, los entusiasmos pasajeros y sin embargo tan profundos por GAP o Rams 23? Recuerdo un viaje a Nueva York, entrar en una tienda de Abercrombie para hacerme con unos encargos que me hizo un amigo, la pituitaria devastada por ese perfume insufrible esprayado por doquier como si fuera napalm, el joven de torso desnudo y musculado de la puerta, la oscuridad en el interior, el aire de club de ambiente, mi madre preguntándome “¿a dónde nos has traído?”.
Nos cuesta toda una vida encontrar un estilo, una voz propia. Lo siento cuando escribo y también cuando vivo, cuando bajo a comprar quesos, cuando pido la cuenta en un restaurante, cuando converso con los amigos o cuando me visto por la mañana. Hay quien dice que la moda le da igual, y puede ser el caso, pero lo que no le da igual a nadie es el estilo propio. Pablo Iglesias (que lleve tanta paz como ha dejado) afirmaba vestirse en el Alcampo y lo cierto es que se notaba, la aclaración no era necesaria, pero quien crea que comprar la ropa en un supermercado (e irlo anunciando a los cuatro vientos) no encerraba un mensaje estético y político, o es un tierno inocente o un simple necio. Algo similar sucede con el recién enterrado Papa Francisco. A fuerza de hablarnos de su humildad y su repudia por la pompa vaticana, uno podría pensar que Su Santidad pecaba precisamente de creerse diferente al resto, lo cual es uno de los síntomas de narcisismo menos reconocidos pero más comunes. La conclusión es que para ir a conocer a los padres de la mujer que me desvela, me voy a refugiar de los posibles amores pasajeros, porque el nuestro es para toda la vida, y me voy a llevar una bolsa de Barbour bastante fea, azul marino con una franja roja en el centro. Siempre proyectamos nuestros deseos en los demás, pensando que buscan lo mismo que nosotros, como si hubiéramos alcanzado el conocimiento total del alma humana mirándonos el ombligo, pero me digo que Barbour tiene ese equilibrio entre la tendencia y lo atemporal, discreto pero con carácter, que lo mismo lo lleva el pijo campestre que el moderno urbanita. Algo dice de una persona el haber optado por la mejor ropa inglesa para el peor clima inglés, hombre precavido vale por dos, nos ha salido anglófilo el yerno, tradición parlamentaria, liberalismo, quizás un punto excéntrico, humor indescifrable.
No tengo evidencias pero tampoco dudas de la fantástica impresión que les va usted a causar. Más difícil que una primera buena impresión son las despedidas (habla una servidora que ha encadenado unas cuantas). Así que también le deseo que dure toda la vida, si Dios quiere. Y si no, también.
Suerte Nacho. Como padre de dos hijas, sé que no tienes ninguna posibilidad 😄