En ocasiones me despierto y, nada más abrir los ojos, tras haber desconectado la alarma que emite un teléfono bastante más inteligente que yo, mientas rasco a los gatos o les paso la mano por el lomo, algo antes de avanzar por el pasillo hasta la cocina y hacerme un café, descubro que tengo una melodía en la cabeza. Suelen ser canciones conocidas y que no tardo mucho en identificar, aunque algunos días se me atragantan y me encuentro agarrando por el brazo a algún amigo o compañero tarareando mientras mi interlocutor entrecierra los ojos y aveza el oído para ver si juntos desciframos de lo que se trata. Esta semana tuve suerte y, tras algunas noches algo triste y durmiendo regular, cosa que rara vez le pasa al que le escribe estas líneas, me desperté un día cantando Tú que puedes vuélvete. En mi cabeza, los versos magníficos de Atahualpa los canta casi siempre María Dolores Pradera con esa voz de mujer de las que ya no parecen existir, de las que no han existido casi nunca, de gran dama, de señora. Así que me fui a la aplicación que me permite escuchar música y hemos pasado los últimos días amarraditos los dos, María Dolores y yo. Me gustan sus discos viejos, cuando el sonido parece llegar desde un tiempo lejano más allá de la bruma, y me gusta también cuando se impregna de folklore y música popular, acompañada, por ejemplo, por los Sabandeños, y me gusta más todavía recordar los viajes en coche cuando la ponía mi madre.
Alguna vez le he comentado, no hace mucho creo, cuando hablábamos sobre Damien Hirst, que guerreo contra mí mismo para permanecer abierto al mundo actual y a las vidas y obras que transcurren y se fraguan en éste. He dedicado artículos a brillantes artistas contemporáneos con cuyas creaciones me he emocionado en muchas ocasiones, pero creo que a mi generación, al menos para mi gusto, la música se nos ha roto por donde manan los afectos. ¿Ha ido usted recientemente a una discoteca? Yo poco. En París, el panorama es desolador: las mujeres más hermosas con las miradas más tristes bailan mecánicamente ante la indisimulada lascivia de hombres en chándales caros que despilfarran dinero para llenar sus mesas de botellas de licores que en sus países de origen está prohibido servir o, si no, pobre gente que confundió la creatividad con el disfraz, muchachos con sombra de ojos y zapatones se hielan haciendo cola, cubiertos con abrigos de pelo sintético, sus uñas azuladas por el frío no se ven bajo capas de brillante laca negra. En España, organizamos la despedida de soltero de un amigo y salimos una noche por Benidorm. Hay algo que me gusta de los sitios rematadamente cutres, donde nadie espera nada de nosotros ni de los demás, donde no hay que pretender ni fingir, es algo así como una convención de náufragos estéticos, gloriosos perdedores. Estábamos en un bar discoteca, junto a una enorme mesa de billar. Los chavales llevaban bolsitos de marcas falsificadas, como si fueran futbolistas, camellos o esos señores catalanes que viajan con una mariconera en la que llevan dinero cambiado, pañuelos de celulosa, una botellita de agua, tiritas para los pies, el móvil, un pin con el escudo del Barça y una estampa de Nuestra Señora de Montserrat. De repente, junto a la mesa, una pareja, eran minúsculos, no por su edad sino por su altura, casi escondidos bajo el billar, se miraban con una ternura absoluta, con un brillo en los ojos de película de Meg Ryan, no hacía falta que explicaran nada al mundo porque se entendía perfectamente que se querían. Estuvieron un rato y se fueron por donde habían venido y me pareció un espectáculo tierno en medio de tanta desolación. ¿A qué venía todo esto?
Pues eso, lo de la música. Lo que le faltó a esta pareja es música para quererse, Perales o Julio Iglesias, El Puma o Rocío Durcal. Hace no mucho, ha sacado Quevedo (el crío canario sin mentón que escribe canciones en el sótano mientras su madre le prepara la comida, no el poeta del Siglo de Oro, hélas) un nuevo álbum. Si ponemos la radio musical, cosa que no suelo recomendar, o vamos a una discoteca, que tampoco, podemos escuchar en su nueva obra versos como: “Y quizás hoy por fin será el día que entre en ese agujero Si dices que sí Tú eres una cuero pero eres mi cuero”. No quiero ni imaginar el sonrojo, el apuro, el rubor que sentiría si ante la mujer amada me encontrara en esa situación. Piense usted en esa jovencísima pareja de personitas minúsculas que se miraban como se miran los que desean en ese preciso instante no morir nunca y forzarles a bailar eso, a quererse así. Yo intentaría hacerme diminuto (más incluso que ellos) para huir saltando entre charcos de gintonic aguado y zapatillas gigantescas, de esas que ahora lleva la gente, de las que parecen compradas en una farmacia, para poder llegar a mi casa cuanto antes y, recuperada mi forma habitual, esconderme bajo la cama y esperar a que la muerte se ocupe de mí. Por eso no me extraña que en mi sueño María Dolores, madrileña con voz de plata porteña, viniese a rescatarme de este mundo y me llevase a otro que fue, que me trajera la poesía de Atahualpa para que el río me hablara con voz de nieve cumbreña y triste me recordara las cosas de mi querencia. Ahora todo es distinto y nada es igual y todo cambia, pero yo no cambié, o más bien nunca fui. Quisiera añadir que me da a mí que como ya no bailamos cogidos, los amores se nos escapan ahuyentados por letras obscenas y bajos machacones que desaparecerán de la memoria incluso antes que el roce de esas manos. Parece que más que querernos, nos consumamos los unos a los otros en noches que no son de ronda sino de ansiedad, bajo lunas patrocinadas por bebidas alcohólicas de a once euros la botella, cegados por luces de neón, oliendo flores de plástico que amanecerán marchitas, y me gustaría tomarte de la mano y sacarte de aquí para alejarnos a orillas del mar y que el ruido se vaya apagando detrás de nosotros a medida que avanzamos hacia un patio bañado en la cálida luz que cae desde las bombillas que cuelgan entre los naranjos y en el que una voz de mujer canta La flor de la canela.
No se estila, ya sé que no se estila
Que te pongas para cenar jazmines en el ojal..
Desde luego, parece un juego
Pero no hay nada mejor
Que ser un señor de aquellos
Que vieron mis abuelos ♥️
Me dijo el río, llorando