El lunes volví a la oficina entre recíprocos “Bonne Année!” que empezaron con entusiasmo, erosionado este último por el pasar de las horas hasta alcanzar la indiferencia. Mi amiga GA me manda un mensaje para que bajemos a tomar un café. Cuando estamos a punto de pedir, me toma del brazo, estrechándolo entre sus manos, me mira fijamente y con voz grave dice: “Ha cerrado Locanda Locatelli”. Nos quedamos en silencio, roto solamente por el camarero que nos pide avanzar. Supongo que la primera vez que fui a Locanda Locatelli todavía vivía en Londres. La sala era amplia y agradable. Si le gustan a usted las malas películas, la habrá visto en Tenet, un espacio fácilmente reconocible por sus sofás color hueso y las paredes paneladas en ébano de Macasar. Su cesta de panes era un testimonio de lo bueno y bello de la cocina de masas italiana: pizzetta, focaccia, pan con cebolla, … Uno de esos restaurantes en que la carta cambia constantemente, suponiendo en tantas ocasiones un reto decidir entre abrir con un entrante, como el gnocco fritto con capocollo y seguir con los tagliatelle con ragú de capretto o simplemente comenzar con los tortellini in brodo para culminar con el pichón asado con lentejas. Desde que vivo en París, se había convertido en mi última parada antes de subirme al tren en St Pancras. Solía rematar los fines de semana con un negroni que acompañaba de los grisini de parmesano mientras echaba un vistazo a la carta, aunque sabía que muchas veces pedía el risotto, siendo uno de los pocos restaurantes del mundo en que me atrevía a comer un plato que las más de las veces deriva en engrudo, gachas o algún tipo de material de construcción. Ya no tomaré nunca más un café solo acompañado de un amaretto echando un vistazo a The Spectator mientras hago tiempo para no terminar deambulando por la estación.
Comprendí de joven la orfandad en la que nos puede sumir el cierre de ese restaurante o aquel café que son algo más que un sitio para tomar algo, un poco de despacho, un algo de hogar, un mucho de refugio, cuando cerró la cafetería La Austríaca de Santander, reemplazada por una sucursal de la homónima entidad financiera. Empecé a ser cliente cuando todavía me colgaban los pies de la silla y agoté muchas tardes del verano merendando un sándwich, esos bocadillos diversos y generosos que parecen haber desaparecido de tantas cartas, o mañanas que terminaban entre un aperitivo consistente en canapés, una modalidad de tentempié que supongo ahora sólo puede verse en el Museo Nacional de Arqueología. Desde luego, este cierre no fue el único. Le siguió la pérdida del Urepel original en San Sebastián; la clausura de Punto Mx en Madrid cuya flor de calabacín no hay semana que no eche en falta, en su sobrio comedor que tan poco tiene que ver con las nuevas y más provechosas aventuras que emprendieron sus propietarios; la gran sala que era Drolma cuando Barcelona todavía era una ciudad, con aquel cordero a la cuchara que humeaba ante unos ventanales que se abrían a Paseo de Gracia, que en aquel entonces albergaba muchas menos cadenas multinacionales; la extraña desaparición de la Antigua Abacería de San Lorenzo, a escasos metros del Señor de Sevilla, que nos obliga a deambular tras las tardes de toros en la Maestranza, perdidos nuestros pasos a orillas del Guadalquivir. También los hay que, sin desaparecer, fueron asesinados por decisiones de cuestionable gusto y ahora vagan como muertos vivientes, carcasas andantes, en el mejor de los casos caricaturas de lo que un día fueron, y ahí me viene a la mente el asesinato de Zalacaín y el disgusto con el que comprobé cómo uno de los comedores más encantadores de España había sido reemplazado por un espacio que parecía la sala de espera de un cirujano de Miami que participa en un reality show de la cadena MTV haciendo comentarios como: “Cindy, cariñiiio, ¿pero dónde has ido esta vessss? te han destrosssado la cara”. Lo que pasó después, usted ya lo sabe. Sin embargo, el pequeño búcaro Don Pío, el bacalao Tellagorri, las perdices guisadas con garbanzos, el steak tartar o los crêpes rellenos de crema con almendras son platos que recuerdan a un Madrid previo al reemplazo del chotis por la ranchera.
Este miedo confirmó mi acierto al decidir ir la semana pasada dos noches consecutivas a Horcher, porque nunca sabemos cuándo será la última vez que nos retiren la servilleta, bailemos mientras siga sonando la música. Cumplí los treinta el año anterior al confinamiento y lo celebramos los de siempre en el restaurante Sant Celoni, el único superviviente de lo que fuera el imperio de Santi Santamaria, un señor vilipendiado vilmente en su día por tener razón antes de tiempo (quizá fallaron las formas, como tantas veces). La cocina de Óscar Velasco era de una sensibilidad delicada, ubicada en el centro exacto, en la cumbre pirenaica precisa que separa Francia de España. Recuerdo a menudo ese plato de generosa interpretación que eran los ravioles rellenos de ricotta con caviar. La sala tenía la cualidad extraña de navegar entre la formalidad y la cercanía, liderada magistralmente por Abel Valverde que fue cooptado por Pescaderías Coruñesas (echo también mucho de menos a Jorge, que era un camarero encantador con un sospechoso parecido con Adolfo Suárez) y en la bodega andaba David Robledo, uno de los sumilleres que más me ha enseñado de vinos con el que compartimos un profundo amor por Jerez. Como le decía, mi última cena allí fue la celebración de mi treinta cumpleaños y no sospeché jamás que sería la última. Tampoco le dio tiempo a mi madre de agradecer a Constanza el magnífico ramo de flores que hizo que me trajeran al restaurante. Donde estaba el mejor restaurante de Madrid ha abierto una barbacoa con ínfulas un cocinero andaluz conocido por haber cerrado su tres estrellas y trabajar para McDonald’s. La sensibilidad está muriendo a golpe de cheque, los horteras han matado a los buenos y, a este ritmo, no hará falta que construyan el Eurovegas porque nosotros nos habremos transformado en él. Así que ahora avanzo por muchas ciudades viendo los sitios que ya no están, intentando recordar la prensa de plata que había ahí donde ahora se ubica una instalación de Damien Hirst o unos neones que rezan “CRUNX” o “YUMM” o “DELIXIOUSH”, procurando mantener intacto el recuerdo de algunos platos, preguntándome con qué canallada nos torturarán la próxima vez, contando los días que le quedan a las mantelerías, a los jefes de sala que nos tratan de usted, a las porcelanas de Meissen, al servicio a la rusa, y así avanzo con las manos en los bolsillos dándole vueltas al tema, entre restaurantes que ya no existen, sabiendo que de los cinco que fuimos a Sant Celoni quedamos cuatro, que los recuerdos están bien pero que a veces no bastan y con la pesada sensación machadiana de que todo pasa y todo queda, pero que lo nuestro es pasar, pasar haciendo camino, camino sobre la mar.
Cuanta razón tienes. Madrid se está convirtiendo en un parque de atracciones para turistas. Lo auténtico y bueno está en peligro de extinción.
Siempre nos quedará Horcher (al menos, por ahora).