En Barcelona se ha librado una batalla cultural de calado en esta última semana, una guerra silenciosa entre facciones antagonistas: por un lado los wagnerianos peregrinamos a un Liceo que, tal y como indicaba con acierto Scheppelmann, somos incapaces de llenar y, por el otro, los adocenados desfilaban hacia el estadio olímpico a ver a Coldplay con la esperanza de, entre los escalones de subida y los de bajada, poder quemar un poco del azúcar con que los británicos tenían pensado espolvorearles durante unas horas de lucecitas de colores, pulseras luminosas, muñecos y confeti biodegradable. Es muy difícil criticar a Coldplay. Son realmente personas bellísimas. En uno de los conciertos, Chris Martin hizo subir a un crío con autismo al escenario para cantar una canción juntos. En otro, el británico dijo al atisbar a una chica que se sostenía de pie sobre los hombros de su padre con una sólida técnica “castellera” que era lo más increíble que había visto nunca. Quizá deberíamos estar agradecidos al recibir a un británico que no mea en las Ramblas y se acaba descalabrando al intentar saltar del balcón a la piscina o, quizá, tendríamos que llorar amargamente el infausto final de nuestra Armada Invencible que podría habernos librado de ambos de no ser por ese terrible deseo con que el infortunio parece mirar siempre a los ojos de España. Coldplay es uno de los productos más brillantes de nuestro tiempo, un grupo que es imposible que disguste a cualquiera que vea la música como esa cosa que suena de fondo en el coche, en el supermercado o durante las celebraciones del Barça, cada día menos frecuentes. Coldplay nada nos exige pues nada nos da, jinetes de la vacuidad, poetas nimios. Por el contrario, no creo que nadie sea capaz de sentarse a escuchar un disco de Coldplay pero, ¿quién carajo se sienta hoy en día a escuchar un disco de nadie? Tenemos que economizar el tiempo, aprovecharlo al máximo. Frente a las cuatro horas de una ópera de Wagner, los de Chris Martin nos ofrecen piezas breves, insustanciales, radiografías de la nada, soplos de vacío que podemos poner de fondo mientras nos duchamos lavándonos los dientes después de haber hecho nuestra rutina de power walking en el parque escuchando Something just like this, banda sonora huera que nos acompañará cuando osemos tocar la rodilla de una muchacha en el Audi A3 híbrido mientras suena The Scientist o al hacer un niño que se llamará Enzo durante los 4.32 minutos que dura Yellow.
Recordemos que los británicos nos han dado a algunos de los poetas más relevantes de la historia: Shelley, Milton, Byron o Keats, que hablaba así del amor descorazonador de Isabella, siempre abrazada a su tarro de albahaca en el que conservaba la cabeza de su amado:
“And she forgot the stars, the moon, and sun,
And she forgot the blue above the trees,
And she forgot the dells where waters run,
And she forgot the chilly autumn breeze
She had no knowledge when the day was done,
And the new morn she saw not: but in peace
Hung over her sweet Basil evermore,
And moisten’d it with tears unto the core.”
Sin embargo, el talento parece haberse ido esfumando en las islas, quizá arrastrado hacia otras tierras por la corriente del atlántico, pues ahora lo que nos cantan desde las islas es:
“Nobody said it was easy
It's such a shame for us to part
Nobody said it was easy
No one ever said it would be this hard
Oh, take me back to the start”
Ante este deterioro innegable, espectáculo de masas, opio woke ecosostenible, ante estos millonarios británicos que nos dicen que no debemos inquietarnos porque se han encargado de borrar nuestras huellas de carbono al asistir al concierto del mismo modo en que ya se encargaron de borrar las huellas de la música en sus creaciones, no sé si me veo con fuerzas de defender a los wagnerianos, ignominiosa minoría. Wagner es una de las personas más despreciables a las que podemos admirar: antisemita redomado, no dudó en volver la espalda a sus patrones judíos que le acompañaron en su llegada a París publicando El judaísmo en la música, un panfleto que sólo se puede leer con sonrojo. Sin embargo, hay en la obra de Wagner, impregnada de la filosofía de Schopenhauer y Nietzsche, algo que trasciende tiempo y materia, como si nos halláramos en esa tierra mítica de Montsalvat, custodios de un Grial del que ya nada mana. El Parsifal, última de sus óperas, aunque él la definiera provocadoramente como festival escénico sacro, es una reflexión profunda sobre la redención no en la otra vida, sino en esta. Richard Wagner adopta del budismo, tan admirado por él como por el propio Schopenhauer, la idea de que la redención debe producirse en este mundo. Nos habla de la infinita pena de la reencarnación en el personaje de Kundry, condenada a vagar eternamente tras haberse burlado del sufrimiento de Cristo en la cruz, y de la pureza necesaria para trascender en el personaje de Parsifal, con mayor sutilidad de la que alcanzara al escribir Tannhauser, obra que nunca tendría tiempo de retrabajar. Wagner tardó 25 años en completar Parsifal, que supera las cuatro horas de duración, para la que escribió música y texto recuperando leyendas artúricas y el texto medieval de Wolfram von Eschenbach. Fue la primera obra íntegramente concebida para su teatro soñado, Bayreuth, construido con el mecenazgo de Luis II de Baviera, y planeó un embargo de treinta años desde su estreno para que únicamente pudiese ser representada allí, las puertas cerradas, los rigurosos bancos de madera, el foso de la orquesta enterrado bajo el escenario.
Coldplay surfea con soltura el Zeitgeist sobando nuestras partes más acríticas con sus tonadillas pegadizas, sus letras inanes, sus espectáculos infantiles, su mise en scène aséptica. Coldplay es el tofu de la música, tan insípido como inofensivo. En Coldplay no hay protesta ni lucha. Coldplay no se juega nada, no pone la vida ni se deja la piel. Por eso nos deja esa sensación sucia de hipocresía new age, la misma del que se va a la playa a Indochina a sorber un kombucha y pontificar sobre el calentamiento global mientras su alma se enfría, se hiela, se pudre. Enfrentado a ellos, Wagner deviene el verdadero punk, un movimiento revolucionario que nos atruena desde la noche de los tiempos, una música que 140 años después arrasa con la puerilidad de los de Exeter. Wagner no escribía pensando en lo que queremos oír, no tenía por objetivo masajearnos el perineo. El de Leipzig nos sitúa frente a un espejo cruel, desnuda nuestra corrupción, nos muestra la muerte de los dioses, nos encara con nuestras pulsiones más oscuras, nos desguaza para que salgamos del teatro sujetándonos las entrañas con las manos, las campanas todavía resonando entre las sienes, llevados por el milagro del Viernes Santo y pensando que quizá no es tarde, que la redención puede que sea aquí y ahora, que amarse no es declararse en un concierto de Coldplay, sino entregarnos con la pureza desprovista de deseo de un Parsifal que nos sana con la lanza del destino.
Como dice Woody Allen, cuando escucho a Wagner me dan ganas de invadir Polonia.
Reflexiones interesantes en el articulo!
Excelente artículo. Nos ha tocado vivir una época en la que impera la mediocridad por encima del rigor, del esfuerzo, del estilo, de la reflexión profunda, del gusto por el debate entiquecedor. ¡Paciencia!